El lado oscuro de lo cuqui

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Lucía Lijtmaer

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Desde que tengo uso de razón siempre detesté lo cuqui. Ojo, no me refiero a la cursilería, no. La cursilería, llena de lazos de satén, de rizos brillantes y enroscados tirabuzones me parece bien. Al menos es más honesta.

Estoy hablando de lo cuqui, su versión disminuida, minorizada y supuestamente inocente. Lo cuqui, como explica Simon May en su libro 'El poder de lo cuqui' (Alpha Decay), nace propiamente a mediados del siglo XIX, pero es ahora cuando obtiene todo su esplendor. Lo cuqui es, para May, síntoma de nuestra época. Tenemos filtros para caras con orejas de gato, emoticonos de chat que nos permiten el uso de un lenguaje más suave e infantil (inserte tras una frase cualquiera un perrito, una flor o una cara cubierta de corazones), en definitiva, una serie de 'gadgets' que funcionan como estrategias disuasorias de una comunicación más sincera, más adulta, más complicada y probablemente más conflictiva.

Lo cuqui, como ciertas consignas, acaba mostrando siempre un reverso tenebroso

Sí, es el conflicto lo que lo cuqui intenta borrar, una y otra vez. En sus mascotas sin expresión o boca (Hello Kitty, Pokémon), en sus consignas deslavadas, en sus indefiniciones. Pero, nos dice el libro, es en esa constante interrogación que lo cuqui parece haberse vuelto subversivo: lo cuqui ha adquirido tanto poder que borra los límites entre lo masculino y femenino, no distingue edades, puede ser ET y un bebé recién nacido, no nos otorga certezas. Lo cuqui, como ciertas consignas, se vuelve confuso, inseguro, raro y no acaba mostrando siempre un reverso tenebroso.

Teniendo en cuenta esta vuelta de tuerca, intentaré asumir la idea de que lo cuqui, como dice el libro, "es un espeluznante juego con la idea misma de juego, su autoironía, su aparente rechazo tanto de la cruda realidad como de los grandes ideales." Eso sí, me costará encontrarle tanta vuelta a las consignas de autosuperación de purpurina, instagrammers y superadores de sueños que nos rodean desde la mañana hasta la noche, incluidos también en la clase política. Inocente, astuto y autoirónico, sí. Pero tenebrosamente cuqui, también.