La era digital

La privacidad es posible

Las librerías son cosas que no dejan más rastro que la huella que pueda dejar en nuestra cabeza

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Isabel Sucunza

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Entras en una librería, eliges un libro, lees la contracubierta, decides que lo compras, pasas por caja y lo pagas en efectivo. Llegas a casa y te pones a leer. Siete horas después, ese mismo día o a trocitos durante una semana o un mes, lo acabas. Excepto en tu cabeza y en la cabeza de algún familiar que te haya visto leyendo, de algún conocido a quien se lo hayas comentado o de la librera, si esta tiene buena memoria, no has dejado ningún rastro de qué has hecho durante esas siete horas de lectura: ni en el mundo real ni en el virtual.

La escritora <strong>Jeanette Winterson</strong> lo decía el otro día en una entrevista, cuando le preguntaban sobre el hecho de leer: "reading isn't data” (leer no proporciona datos; no deja rastro virtual); “los libros , más que nunca, son agentes de libertad dentro de esta pesadilla controladora que nos hace sentir libres, cuando, en realidad, estamos más vigilados que nunca”, continuaba Winterson.

Desde hace relativamente pocos años, el consumo de cultura y de ocio se ha digitalizado. Compramos entradas para el teatro, para museos, para conciertos...; compramos discos, libros y videojuegos; vemos películas, vídeos musicales; escuchamos discos..., todo por Internet. En muchos casos, para hacerlo, nos descargamos aplicaciones que nos piden <strong>nuestros datos</strong> o que los roban directamente de nuestros perfiles de las redes sociales.

Como siempre, la preocupación por la privacidad llega después de haberla pedido: no son pocos los libros, artículos, estudios que hablan ahora de las consecuencias de ceder tan alegremente información que antes solo conocíamos nosotros y personas de nuestro entorno más cercano. Como siempre también, el problema se nos ha ido tanto de las manos que no podemos ver que ya conocíamos el método para esquivarlo, por lo menos en parte.

Ir a un museo, al teatro, a las librerías son cosas que no dejan más rastro que la huella que pueda dejar en nuestra cabeza, o en la de aquellos a quienes se lo hayamos querido explicar, aquello que hayamos visto o leído.