Los efectos de la economía digital
Pronósticos fatalistas sobre el empleo
Las empresas han de usar las nuevas tecnologías para aumentar la productividad y los salarios, y no para sustittuir trabajadores
Antón Costas
Presidente del Consejo Económico y Social de España (CES)
Antón Costas
<strong>José María Alvárez Pallete, presidente de Telefónica,</strong> la sexta empresa de telecomunicaciones del mundo, nos decía el jueves a los asistentes del Foro internacional que se celebra estos días en la isla de La Toja, en Galicia, que la economía digital, a la vez que trae beneficios, está aumentado la desigualdad social, creando nuevos monopolios y amenazando nuestra privacidad.
Estos efectos son peligrosos. Tanto para la prosperidad y dignidad de las personas, como para el buen funcionamiento de las democracias liberales y el futuro del capitalismo. Los partidarios del sistema de economía de mercado tienen que ser conscientes de que, o el capitalismo es justo e inclusivo, o no será. El núcleo moral que legitima este sistema económico es su capacidad para ofrecer oportunidades a todos. Si no lo logra, su legitimidad social y política se destruye.
La época de las grandes clases medias
¿De dónde viene esa desigualdad? De que el capitalismo digital no está funcionando en beneficio de todos. Desde finales de los 40 hasta finales de la década de los 70 los trabajadores se beneficiaron de la riqueza generada por una economía fuerte y en crecimiento. Buenos empleos, salarios decentes y reducción de la jornada de trabajo fueron las tres vías principales de ese reparto justo de la prosperidad. Fue la etapa de la aparición de las grandes clases medias y de la expansión de la democracia.
Pero desde los años 80, capitalismo y progreso social se han divorciado. Mientras, para el caso de Estados Unidos, la productividad del trabajo ha aumentado aproximadamente un 70%, el salario medio por hora solo lo ha hecho en un magro 12%, pero las ganancias de las grandes corporaciones han llegado a niveles históricos récord. A la vez, la duración de la jornada de trabajo se ha estancado o ha vuelto a aumentar. Algo va mal con el capitalismo. Reparte mal los frutos del crecimiento. En una etapa histórica donde, sin embargo, los trabajadores están mejor educados.
Esta realidad se vuelve aún más deprimente si aceptamos pronósticos que sostienen que entre un 30 y un 50% de los actuales empleos desaparecerán en un plazo relativamente corto de tiempo como consecuencia de la difusión de la inteligencia artificial, los robots y la automatización de muchos empleos.
La historia pasada de este tipo de predicciones les da poco crédito. Los expertos son malos pronosticadores. Olvidan el aforismo holandés que advierte que «hacer predicciones es muy arriesgado, especialmente si son acerca del futuro». Pero, aunque no son fiables, estos pronósticos fatalistas producen ansiedad, resentimiento social y miedo al futuro. Sentimientos que, a su vez, alimentan el populismo político.
¿Por qué fallan? Por dos motivos. Primero, porque el razonamiento es de tipo lineal. No tiene en cuenta que esos efectos toman tiempo y dependen del uso que se haga de la tecnología. Así, por ejemplo, las empresas pueden utilizarla para sustituir empleo o para mejorar la productividad y los salarios de sus empleados. Los resultados son muy diferentes.
Estas predicciones fatalistas fallan también porque confunden el empleo con el trabajo. El empleo es contingente, cambia su naturaleza con cada revolución tecnológica. En unos casos, transforma algunas de las tareas que forman cada empleo, en otros los destruye en su totalidad. Pero el trabajo permanece. Los conductores de las diligencias de caballos desaparecieron con el ferrocarril, pero surgieron los maquinistas.
Para conjurar esos pronósticos fatalistas necesitamos hacer la pregunta adecuada. No es: «¿qué tienen que hacer los trabajadores para adaptarse a las nuevas tecnologías?». Así planteada, descarga toda la carga de la flexibilidad en una sola parte. Necesitamos una flexibilidad bilateral, que implique también a las empresas, y a los poderes públicos.
No queremos
que los humanos sean esclavos de la tecnología, sino esclavizar a los robots
La pregunta relevante es qué entendemos por un buen trabajo. Y a partir de ahí ver cómo utilizamos las nuevas tecnologías para lograrlo. Porque no queremos que los humanos sean esclavos de la tecnología, sino esclavizar a los robots. Para ello los poderes públicos tienen que comenzar a preocuparse por el poder de mercado de los nuevos monopolios y las formas de operar de las plataformas digitales. En muchos casos, tienen muy poco de economía colaborativa y mucho con la economía golfa.
Por su parte, las empresas han de incorporar una nueva dimensión a su propósito corporativo: la responsabilidad tecnológica. No deben usar las nuevas tecnologías para sustituir trabajadores, sino para aumentar su productividad y sus salarios. De esta forma, desmentiremos los pronósticos fatalistas sobre el empleo. Y volveremos a tener un capitalismo justo e inclusivo.
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