Movilización
Esa bruja llamada Greta Thunberg
Mientras unos líderes utilizan a la activista para lavarse las manos, otros tratan de ocultar su pánico detrás de una pantalla de mofa y de desprecio
Juan Soto Ivars
Escritor y periodista
Juan Soto Ivars
Es un espectáculo deprimente: adultos echando espumarajos por la boca sobre una chica de 16 años. Se ríen a carcajadas y convierten sus muecas en memes mientras dicen preocuparse por su salud mental. La histeria recuerda a la del buen pueblo de Salem cuando corrió la voz de que allí vivían brujas. Thunberg comparte con las de Salem la apariencia inquietante y el atentado contra la fe. Decir que nuestro modo de vida desaforado es insostenible y anunciar que el tiempo se ha terminado es lo más cercano que existe hoy a la herejía.
Creemos menos en Dios que en el progreso capitalista, pero Mark Fisher advertía de que la ceguera solo se había desplazado de un sitio a otro. Si Thunberg saca de sus casilla a tantos adultos es porque atribuye el Apocalipsis a una causa concreta. Señala a los mismos mandatarios que la llevan de la Ceca a la Meca. La reacción es orgiástica: los señalados aplauden o insultan, celebran o desprecian. Todo se rige según las reglas del espectáculo. Mientras unos líderes la utilizan como Pilatos usó la palangana, para lavarse las manos, otros tratan de ocultar su pánico detrás de una pantalla de mofa y de desprecio.
La fama de Thunberg tiene una consecuencia benéfica: su extraño carisma, el pánico, ha llamado la atención de un universo mediático que exige siempre esta carga de sensacionalismo. Hay otra consecuencia peor: su aparición ha desplazado el debate sobre nuestra supervivencia hacia ella, hacia una persona particular. Así, discutimos si una chica de 16 años tiene razón o está pirada, y no sobre las soluciones a la crisis climática. Es como si prefiriéramos volvernos locos antes de afrontar cara a cara un reto capital.
Digerir el pánico
Los dos bandos mezclan lo peor y lo mejor de la condición humana. A un lado advierte del peligro la mayor parte de la comunidad científica, pero lo hace junto a una bola de místicos adoradores de la Madre Gea, progres hipócritas y trasnochados animalistas. En el lado contrario están los escépticos que recuerdan que las predicciones apocalípticas suelen equivocarse y los conservadores que se preguntan por los modelos alternativos sin aspirar a maximalismos, pero estos comparten filas con la jauría de negacionistas, cínicos y furiosos defensores de la única fe: el metastásico crecimiento sin fin.
Unos y otros observan, sin darse cuenta, el mismo tabú: el que borra de nuestra mente cualquier clase de límite. Los defensores de Greta quieren poner patas arriba la sociedad como si los cambios no fueran traumáticos, como si no hubiera que sopesar cualquier alternativa cuidadosamente; sus enemigos consideran que la máquina seguirá funcionando sin peligro y que nuestro placer y nuestra comodidad no están dando muestras de haber llegado al fin.
La pregunta no es si Greta Thunberg tiene o no razón. La pregunta es qué narices vamos a hacer. Los científicos deberían ocupar el sitio de Greta ahora que ella ha agitado las aguas. Y nosotros deberíamos aprender a digerir nuestro pánico y nuestro sentimiento de culpa, porque no nos está dejando pensar.
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