Tribuna

Por una Diada de todas y todos

Un día al año es bueno que todos recordemos que son muchos los valores y los retos compartidos entre todos; y que las instituciones expresen que están al servicio de un país, de una comunidad plural, y no de un proyecto único, omnipresente y excluyente

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Meritxell Batet

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El curso político se define cada día en torno a proyectos de partido, de mayorías y minorías, de gobierno y oposición. Casi todos los días del año nuestras instituciones ofrecen el contraste entre posiciones políticas diversas que, democráticamente, se perfilan, se enfrentan y se resuelven mediante la decisión de la mayoría y la crítica de la minoría.

Prácticamente todas las comunidades políticas deciden fijar unos pocos días al año que escapan de esta dinámica y que se configuran como fiestas institucionales. Festivas o reivindicativas, las fiestas se caracterizan precisamente por su carácter comunitario, de expresión del conjunto de los ciudadanos y no de sus partes, de refuerzo de la dinámica de comunidad frente a la dinámica ordinaria del partidismo político.

Las comunidades políticas se agrietan cuando los ciudadanos no se reconocen en sus instituciones 

Naturalmente, las diferencias ideológicas y políticas entre los catalanes no se desvanecen cada Onze de Setembre. Los ciudadanos seguimos teniendo posiciones y proyectos diferenciados e incluso opuestos en muchos ámbitos y los partidos siguen reflejando y expresando estas diferencias. Pero una fiesta institucional aconseja, y a mi juicio obliga, a que los responsables institucionales nos esforcemos en encontrar y destacar los elementos que permiten que la inmensa mayoría de los ciudadanos se identifiquen como miembros de la comunidad política; los elementos que integran y nos integran como ciudadanos. 

Porque las comunidades políticas son realidades que se refuerzan o se debilitan. Que se consolidan o se ponen en peligro por la actuación de sus responsables políticos. Que se agrietan cuando los ciudadanos no se reconocen en sus instituciones y se alejan de ellas. Evitarlo es, sin duda, la tarea principal que tiene que asumir la presidencia de un parlamento a lo largo de todos los días del año, pero esta es también la tarea que corresponde al resto de instituciones y responsables políticos en un día como hoy.

Esta tarea debe hacerse destacando los valores y proyectos comunes a la gran mayoría de ciudadanos y de fuerzas políticas, los valores y elementos de consenso; pero también reconociendo las diferencias entre los ciudadanos y los partidos, expresando la pluralidad de la comunidad y asumiendo que las distintas posiciones de los ciudadanos, también las de quienes no comparten el proyecto de la mayoría gubernamental, son parte esencial de la comunidad y no pueden llevar a la exclusión de quienes las defienden.

Los catalanes y las catalanas seguimos teniendo valores y proyectos comunes, de consenso; lo creo firmemente a pesar de que nuestras instituciones lleven demasiado tiempo sin destacarlos y, por desgracia, sin ocuparse de ellos con la dedicación que merecen. Proyectos comunes que van desde la lucha contra la exclusión social al crecimiento económico o cultural y que se concretan en desafíos diarios como la mejora de las condiciones laborales, el impulso de los servicios públicos, la protección del patrimonio medioambiental o el desarrollo de la cultura y el acceso a la misma. 

Y tenemos posiciones diferentes, demasiado a menudo enfrentadas, sobre elementos esenciales de nuestra comunidad: sobre las formas de impulsar el crecimiento económico, sobre el grado de igualdad en nuestra sociedad o, sin duda, sobre la propia configuración política de Catalunya. No tenemos que esconder estos desacuerdos, pero sobre todo no podemos convertirlos en elementos de exclusión presentando como propia de Catalunya solo una de las posiciones existentes. Las instituciones, y las fiestas institucionales, son instrumentos para integrar la comunidad, no para debilitarla y fragmentarla.  Ni debemos tampoco renunciar a construir mediante la política el consenso integrador en esos ámbitos, auténtico fundamento de la convivencia democrática. Los consensos son posibles si se trabaja para conseguirlos.

Y el pluralismo exige también que recordemos que ni cada ciudadano ni la comunidad se definen por una sola cuestión, esencial y absoluta, alrededor de la cual el resto resulte siempre secundaria. Quienes comparten ideas económicas, divergen en materia cultural o medioambiental o de identidad política. Fijar una cuestión como la única relevante comporta un riesgo irresponsable de dividir una comunidad en dos bandos irreales como si nada tuvieran en común quienes se sitúan a uno u otro lado de ese debate excluyente de los demás.

Un día al año es bueno que todos recordemos que son muchos los valores y los retos compartidos entre todos; y que las instituciones expresen que están al servicio de un país, de una comunidad plural, y no de un proyecto único, omnipresente  y excluyente, pues hace ya años que Hannah Arendt nos advirtió que «introducir el absoluto en la esfera de la política (...) significa la perdición».