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Euphoria: la adolescencia maldita

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Mónica Vázquez

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La adolescencia cambia más deprisa de lo que somos capaces de entender. Corre por bosques inexplorados, llenos de monstruos que los adultos no somos capaces de ver, mucho menos nombrar. 

Los jóvenes ya no tienen tiempo para hacerse mayores. Se enfrentan solos a una realidad en constante movimiento que no les da tregua, no les deja respirar. Y los adultos, que fingimos saber de qué va la vida, tenemos la audacia de intentar enseñar algo mientras acallamos al niño que una vez fuimos con logros circunstanciales que torpemente llamamos ‘felicidad’. Sabemos que no estamos bien, pero sonreímos igual. Nos vale. Lo que sea con tal de salir del bosque. Lo que sea, con tal de avanzar.

La serie da miedo porque es un vívido retrato en movimiento de la confusión, la soledad y el vértigo que da estar vivo

Porque ‘Euphoria’ da miedo, casi tanto como pensar en volver a la adolescencia. Da miedo porque es un vívido retrato en movimiento de la confusión, la soledad y el vértigo que da estar vivo y saber que eres responsable de tu historia, aunque no te interese protagonizarla. ‘Euphoria’ es de un nihilismo helador, y te congela en el asiento. Los personajes parecen arder como antorchas en la oscuridad de sus miserias, gritándole a la nada, fluyendo magistralmente de capítulo en capítulo, de camino a un existencialismo un poco más fácil de sobrellevar.

La protagonista principal, Rue, es, como todo ser humano, prisionera de sus circunstancias y yugo de su verdad. Es Alicia en el País de las Maravillas, solo que el túnel por el que cae es infinitamente más oscuro, y no parece terminar jamás. Como Alicia, decide abrir frascos que no son suyos, y termina luchando por no ahogarse en el océano de sus propias desdichas. Y pelea y grita y sufre, y mira al infierno a los ojos sin parpadear. Y llora y crece y cambia, y no tiene miedo de hablar de verdad, de hablar de cosas que pueden cambiar el mundo si nos atrevemos a escuchar. ‘Euphoria’ es el legado de una adolescencia que nos habla a nosotros, esos que decimos saber de qué va la vida, aunque muchos nos hubiéramos ahogado allí donde Alicia aprendió a nadar. Así que hagamos palomitas. Y dejémosles hablar.