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¡Hablad, memorias!

Sobre el fantástico ranking de mejores autobiografías de los últimos 50 años publicado por 'The New York Times'

Obama, ante un retrato suyo en el Smithsonian de Washington

Obama, ante un retrato suyo en el Smithsonian de Washington / periodico

Miqui Otero

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La lista con los mejores libros de memorias de los últimos cincuenta años que acaba de publicar 'The New York Times' es una gran noticia. Una demostración de cómo la búsqueda de diversidad (de raza, de género, de disciplina, de tono, de clase social) jamás empobrece un ranking, ni un proyecto, sino que nos acerca un poco más a comprender cómo funciona este planeta que nos ha tocado hollar con nuestras sucias pezuñas humanas.No se trata de cuotas políticamente correctas, sino de curiosidad. De ser buenos lectores, vaya.

La lista en cuestión sirve como guía de lectura (en su sentido más amplio) del último medio siglo en EE UU. En el top 10 dominan seis mujeres, hay una novela gráfica, autores de ascendencia china o afroamericana. Hay, en el 10, el relato de un presidente de EEUU (Obama), pero también aparece la alucinante 'Infancia', de Harry Crews, un chaval tan pobre, de una zona tan devastada y poblada de vecinos tullidos o malformados, que cuando agarraba el catálogo de unos grandes almacenes, con sus fotos de modelos de dentaduras pluscuamperfectas y sin brazos o dedos de menos, jugaba con un amigo a inventar historias sobre esa gente de otro planeta (por cierto, el catálogo era el único libro que tenía en casa, además de la Biblia).

En la lista no faltan Gore Vidal o Christopher Hitchens, con sendos librazos, pero no estamos ante un top parade de la miseria del cultivado hombre blanco de clase media-alta en EEUU. Los otros dos más potentes en la parte alta son 'El club de los mentirosos', de Mary Karr, y 'Apegos feroces', de Vivian Gornick. Dos memorias de conflictos violentos con la feminidad, la maternidad, el alcohol, las grandes (y frustradas) esperanzas, la vida como mala imitación de lo aceptable y lo impuesto. 

El primero arranca con un albañil que, quitando el alicatado para la reforma en la cocina de las Karr, descubre un orificio de bala en un azulejo (sabemos que en esa casa había tiros y hostias y trapos sucios y platos rotos). En la segunda, un matrimonio que renuncia a la intimidad durmiendo en el pasillo y una hija que intentará ser mujer pero que no puede dejar de ser hija de una sufridora vocacional. Un hogar donde solo se tienen claras un par de cosas: “Lo único que sé es que es lista, que se merece una formación y que la va a tener. Las chicas no son vacas que pacen a la espera de que las crucen como un toro”.

Si no van a desaparecer los cánones y las listas, sería bueno que los que las hacen entendieran que la literatura no es como la natación. Que uno no puede recitar el ranking aséptico de plusmarcas olímpicas de los nadadores más aguerridos, sino que debe acariciar la calidad de las experiencias diversas: diferentes texturas, movimientos y vidas. Vidas ajenas que nos explican las nuestras. Variadas como un surtido Cuétara: hechas de la misma masa, con diferentes acabados.

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