LA CLAVE
Un año con Torra
En tiempos anómalos y extraordinarios, el poder no ha ejercido tentación alguna en el 'president': ha bordado el papel de vicario de Puigdemont
Joan Cañete Bayle
Subdirector de EL PERIÓDICO.
Periodista y escritor. Transición digital y audiencias. Entre otros trabajos, ha sido corresponsal en Jerusalén y Washington DC. Autor de las novelas 'Expediente Bagdad' (junto a Eugenio García Gascón) y 'Parte de la Felicidad que Traes', y del ensayo sobre el conflicto palestino-israelí 'Muros, bosques, tumbas: Un periodista en Jerusalén'
JOAN CAÑETE BAYLE
Como quien no quiere la cosa, Quim Torra ya lleva un año en nuestras vidas. Al president de la Generalitat hay que reconocerle que ha roto pronósticos. En los meses de negociaciones que llevaron del 21-D a la investidura de Torra se teorizó mucho sobre que Carles Puigdemont no iba a lograr su empeño de controlar desde Bélgica al presidente de la Generalitat. Se argumentaba que, igual que sucedió con Puigdemont y Artur Mas, una vez que el ungido ocupara el despacho de Palau en Waterloo empezarían a soplar los vientos del otoño del patriarca. Que alguien con los resortes del poder en su mano renunciara voluntariamente a ejercerlo para que lo hiciera otro parecía inverosímil.
Pero eso ha sido justamente lo que ha sucedido. Torra ha sido fiel a lo que dijo en su discurso de investidura: «Yo no tendría que estar hoy aquí (...). Nuestro presidente es Carles Puigdemont». De hecho, tal vez es lo único a lo que ha sido fiel de ese discurso de investidura en el que prometió «construir un Estado independiente en forma de República» y aplicar un programa de gobierno de «cohesión social y prosperidad económica». No hay República, y cualquiera diría que tampoco hay autonomía, dada la casi inexistente acción de gobierno. Por tanto, lo de una acción de gobierno basada en la cohesión social aún no se ha plasmado en una actividad legislativa.
Vicario de Puigdemont
Lo que sí ha bordado Torra es el papel de vicario de Puigdemont. En tiempos sin duda anómalos y excepcionales, como el juicio del ‘procés’ nos recuerda cada día, el poder no ha ejercido tentación alguna en el president, que ha desmentido a quienes auguraban el progresivo declive del expresident a la sombra de su sucesor. Algo así, un president que no preside por voluntad propia, solo ha sido posible porque Torra ha dado sobradas muestras de que no es un político, sino un activista. De ahí su querencia por los símbolos y la gestualidad, verdadera señal de identidad de su mandato. De ahí también las divisiones en un Govern que actúa como si fueran dos, y el debilitamiento de instituciones como la propia presidencia de la Generalitat y, aunque no es imputable solo a Torra, del Parlament. El presidente que no preside, el Govern que no gobierna y el Parlament que no legisla. Pero Torra no mintió, él ya lo dijo en su investidura: «Yo no tendría que estar hoy aquí».
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