Propaganda electoral

Redondo, Bertín o Aristóteles

La estrategia de polarización incluye el bombardeo 'on line' de mensajes adaptados a nuestros valores

Ilustración de EL PERIÓDICO

Ilustración de EL PERIÓDICO / periodico

Sergio Pascual

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Les entiendo. Es imposible orientarse. Yo que llevo casi una decena de campañas electorales encima a duras penas conseguía separar el grano de la paja cuando para complicar las cosas llegó esta acelerada trumpización de nuestra arena política. Y claro, uno podría estar tentado de creer que o la mitad de la clase política se ha vuelto idiota o se han convencido de que lo somos los demás. ¿O quizá hay algo más?, ¿a qué se debe tanta aparentemente inconexa heterogeneidad en las estrategias para convencer a la inmensa bolsa de indecisos?

Por un lado nos encontramos al grupo de los que apuestan por la simplificación extrema de los mensajes generales. Su estrategia es sencilla, definir con claridad al adversario -Sánchez- y quedarse con todo el voto rechazo. Y para evitar el rechazo propio lo mejor es evidentemente no salirse de los lugares comunes.

Esta estrategia cuenta con un componente 2.0, a saber, el afinado cuidadoso de las píldoras comunicativas particulares, las que no salen en televisión pero nos bombardean desde redes sociales y aplicaciones de mensajería instantánea. Estos mensajes están adaptados y diseñados para su óptimo impacto, tal y como vimos en las campañas electorales de Trump, Bolsonaro o el 'brexit'. La idea es sencilla, ¿eres fan de 'The Walking Dead'?, te mandamos propaganda en Facebook sobre las ventajas del muro para dejar fuera a 'los zombies'; ¿eres un conspiranoico?, te lanzamos un mensaje por Whatsapp sobre la alianza del comunismo internacional para imponer la ideología de género; ¿eres un europeísta convencido en Reino Unido?, no te preocupes, te llegará por algún medio personalizado una encuesta que garantiza la victoria del 'remain' para que te ahorres el esfuerzo de ir a votar.

Para lograr esta campaña francotiradora los expertos en márketing digital parten de un consenso sobre el hecho de que 'nuestra forma de ser' puede determinar el voto. Es por eso que rebuscan -'big data', demoscopia, psicometría- en el sustrato más profundo de nuestra personalidad, tratando de identificar aquello que define cómo respondemos y nos comportamos. Ojo, ¡al margen de nuestro código ético o de valores! En esta área la mayoría de psicometristas del gremio concuerdan en emplear el modelo OCEAN, por las siglas en inglés de apertura, conciencia, extroversión, amabilidad y neurosis. ¿Lo van pillando verdad? El envoltorio de la píldora comunicativa vía Whatsapp o Facebook para un neurótico exigirá lógica conspiranoica, mientras que a un perfil abierto habrá que dirigirle mensajes diseñados con un fuerte 'atrezzo' de integración y tolerancia.

Pero la cosa no queda aquí. Todos nosotros analizamos la realidad con las gafas de un abanico de valores y principios éticos. Y no, no son -o al menos no solo- los valores de la izquierda y la derecha. La concepción de eje único de nuestro código de valores ha demostrado ser claramente insuficiente para una sociedad que es cuando menos biconceptual. Abundan los individuos que no encajan en la vieja clasificación. Aquellos que al tiempo que son amantes de la naturaleza son religiosos convencidos, cofrades entusiastas izquierdistas recalcitrantes, militantes de las libertades civiles ultras de la austeridad económica... Y como bien nos advertía Rokeach un valor puede ser definido como la racionalización socialmente aceptada de una necesidad vital. Una vez realizada la operación cognitiva de traducción se asentará una creencia duradera en la preferibilidad de un comportamiento respecto a otro y estos valores justificarán comportamientos, argumentos políticos y líneas de acción en nuestro comportamiento diario.

Los valores -esas guías de comportamiento- presentes en distinta variedad e intensidad en la sociedad se asientan sobre la interacción irreproducible de experiencias históricas, rituales culturales, liturgias nacionalistas, influjos socioeconómicos, ecosistemas mediáticos, etcétera y pueden ser medidos, catalogados y clasificados. Existe amplísima bibliografía demoscópica sobre el asunto, desde los trabajos de Inglehart y Welzel y sus ejes secular/tradicional y material/postmaterial a los de S. Schwartz que identifica hasta siete indicadores para definir la importancia para cada individuo del desarrollo personal o grupal, el respeto por las normas y jerarquías o la igualdad, la seguridad personal o la búsqueda de nuevos horizontes, el anhelo de éxito o el espíritu de equipo, entre otros.

Para los politólogos cada articulación coherente de valores puede llegar a constituir un 'target' electoral. Aquello que nuestro cuñado recita no es sino eso, la concreción de una de las múltiples posibles articulaciones hegemónicas de valores concretos. Pulsar esas articulaciones es clave para lograr la identificación del elector con el candidato y para lograrlo es preciso activar los marcos discursivos (en la terminología popularizada por Lakoff, el gurú del partido demócrata norteamericano) que disparan conceptos e ideas que componen universales, lugares y sentidos comunes que activan nuestros códigos de valores. Arropados en nuestro código conductual, en nuestra guía básica de funcionamiento, muchos de estos marcos teóricamente fácilmente falsables acaban resultando indestructibles. Son esos marcos los que como decía repiten nuestros cuñados: todos los políticos son iguales, la mayoría de los subsidiados no necesitan la ayuda, los inmigrantes se aprovechan de nuestros servicios públicos, todos los catalanes son tacaños, los andaluces vagos y los madrileños chulos, etcétera, son marcos que definen también los temas que bajo ningún concepto deberían entrar en campaña porque constituyen marcos adversos a uno u otro partido: el SMI para el PP, el indulto para el PSOE, Venezuela para Podemos...

Y por si fuera poco, para rematar la faena de la complejidad del escenario, entran en juego las emociones, esos catalizadores en ocasiones, pulverizadores en otras, de todo lo anterior. Sobre esta cuestión abundan las versiones. Hay quien plantea que las emociones positivas arrasan con la razón, actúan anulándola y esta sería la causa de que seguidores de partidos como Vox sean inasequibles al desaliento a pesar de ser retratados día tras día como lo que son, una cuerda de iletrados retrógrados engordados por salarios públicos. Según esta tesis quienes se han 'enamorado' de esta formación no son susceptibles de ser convencidos con argumentos, caen redondos la primera vez que van a una cita con Bertín.

Por otro lado el miedo, tantas veces tildado de catalizador de la irracionalidad, pudiera jugar el efecto contrario en política, cristalizando la racionalización de las distintas opciones para evitar el peligro, escogiendo la más segura, la que ofrece más certezas (¿no les suena a la estrategia de Iván Redondo, director del Gabinete de la Presidencia de Pedro Sánchez?).

Los indecisos no son por tanto un cuerpo homogéneo, ni en sus intereses ni en la forma en las que se les interpela. Desde el votante que abomina de un gobierno de derecha y duda entre Podemos y el PSOE en función de a quién se le asignará el último escaño de su provincia, al votante enervado, que votará con las tripas; del votante que se orientará en función de sus intereses particulares y las propuestas concretas de los partidos en esa materia -libertades civiles, vivienda, impuestos… - al votante que se dejará llevar por las emociones e impulsos que le despierta el último tema de la agenda.

Todas estas son las estrategias de los partidos para convencerles, pero no lo olviden, la palabra, y el voto, al menos el 28 de abril, son suyos.

Asesor en el Centro Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) y exsecretario de organización de Podemos