Turismo y cultura

Los museos y las langostas

Potenciar los museos como puntos de atracción de turistas requeriría antes una actitud de los gobernantes que vea más allá de los inconvenientes de la masificación

Patio de acceso al Museu Picasso de Barcelona, en la calle de Montcada.

Patio de acceso al Museu Picasso de Barcelona, en la calle de Montcada.

Jordi Mercader

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Los museos no fueron pensados para formar parte de la industria turística y probablemente a muchos expertos museísticos la sola mención de esta posibilidad les irrita; de todas maneras, es indiscutible que algunos museos se han convertido en destinos turísticos masivos. No hay que recurrir a la Capilla Sixtina con sus seis millones de visitas anuales para aceptar la capacidad de atracción de ciertas obras de arte, solo hay que saber que el museo Picasso de Málaga tiene tantos visitantes como habitantes la ciudad, 600.000, o que el Guggenheim de la ría vende 1.300.000 entradas anuales, cuatro veces más que bilbaínos viven en Bilbao.   

El museo ha ampliado sus funciones clásicas de conservación de patrimonio, investigación y exhibición artística con la de actuar como atractivo turístico, aportando riqueza a su entorno urbano. Y también contradicciones, porque no es fácil acompasar la conservación del conjunto de las obras allí depositadas con la atracción masiva por unas cuantas. Este nuevo fenómeno es sinónimo de ingresos y riesgos, en general; en Barcelona es, además, la guinda del lio mental que tenemos con el turismo. Algunos, aquí, querrían que estos forasteros privilegiados vinieran, dejaran un dinero y se largaran cuanto antes para no enturbiar nuestra plácida vida y, al regresar a sus casas hablaran maravillas de la ciudad para no perder el prestigio internacional.

Barcelona tiene una oferta amplísima de museos para esas langostas peligrosas que descienden de los cruceros, aviones, trenes y autobuses, amenazando con arrasarlo todo, a juicio de Gala Pin, la vicepresidenta del Instituto de Cultura. Tal vez muy variada y sin ninguna Mona Lisa que pueda competir con la Sagrada Família, a los ojos de los 12 millones de visitantes anuales de la ciudad. De todas formas, si todos los que visitan el templo quisieran visitar Museu Picasso, el problema sería monumental porque, probablemente, la sede de la calle Montcada no podría engullir de hoy para mañana un incremento de entradas cinco veces superior al actual.

¿Los museos barceloneses no atraen más visitantes porque no reúnen las condiciones físicas y artísticas que exige el fenómeno turístico (iconos reconocidos por las audiencias mediáticas) o no se promociona la oferta museística porque no se aspira a más turistas? Una política ambiciosa de adquisiciones, de renovación arquitectónica de las sedes, de divulgación de los contenidos entre los diferentes segmentos del mercado cultural y el de los simples mitómanos, reclamaría una generosa inversión pública y privada. Los presupuestos de cultura del Ayuntamiento y de la Generalitat han sido arrasados por años de crisis económica, por la inestabilidad política que nos acompaña, forzando paralizantes prórrogas presupuestarias, y por el desinterés de muchos dirigentes ante el capítulo cultural. Pero no solo dinero, también una determinada actitud de los gobernantes frente a la industria turística, que vaya más allá de ver solo los inconvenientes de la masificación.