ANÁLISIS

El 'brexit' y un conejo blanco

Los Veintisiete saben que los diputados británicos, sumidos en el caos absoluto, sin planes ni mayorías, no van a prestarles la menor atención por ahora

La primera ministra británica, Theresa May

La primera ministra británica, Theresa May / periodico

Camino Mortera-Martinez

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Hay un concepto en la teoría de la negociación que parece hecho por y para el 'brexit'. La idea del conejo blanco (o el oso que baila, o cualquier animal que uno no espere encontrarse sentado en una mesa de negociación) ayuda a diplomáticos, primeros ministros y, en general, a todo aquel que tenga que enfrentarse a largas horas de discusiones para tratar de conseguir algo, a no perder de vista lo que se ha dado por llamar el contexto.

El juego consiste en encerrar a los supuestos negociadores en un espacio cerrado con instrucciones precisas y un plazo para tomar una decisión. A medida que se van perdiendo paciencias, corbatas y horas de sueño, los negociadores tienden a obsesionarse con los dos o tres puntos que esperan sacar de la negociación y perder de vista todo lo demás.

Entonces se suelta un conejo blanco. Por supuesto, no uno de verdad --las leyes anticrueldad animal impiden someter a conejos o cualquier otra criatura a largas negociaciones políticas– pero se incluyen imágenes de conejos saltando, o de osos bailarines, en, digamos, la presentación de una de las partes o los documentos oficiales de la otra. A veces, cuando la negociación se traslada a lugares más lúdicos, como restaurantes o bares, se suelta un conejo blanco de juguete. ¿Cuántos de esos negociadores creen ustedes que se dan cuenta de la presencia de un animal en la sala donde se está discutiendo, vamos a decir, las leyes europeas que fijarán el ángulo de curvatura de un pepino? La respuesta es simple: casi ninguno.

Mientras leen estas líneas, un inmenso conejo blanco se pasea por la Cámara de los Comunes. Como el conejo de Alicia, lleva un grandísimo reloj y no para de repetir “¡Ay Dios mío, qué tarde llego!”. Ni uno solo de los 650 diputados británicos que tienen en sus manos el destino del 'brexit' se han dado cuenta de que ese conejo existe, ofuscados como están en enmendar un acuerdo inalterable, o decidir qué tipo de 'brexit' les viene mejor los miércoles por la tarde.

Mientras tanto, el conejo se está tomando un buen whisky escocés en el deliciosamente apodado 'bar de los extraños' (uno de los bares que hay en el palacio de Westminster) y contempla el espectáculo con incredulidad y más que creciente alarma. Supongo que ya habrán adivinado que el conejo blanco de esta historia es la Unión Europea. Tras la derrota de su acuerdo de divorcio y el previsible aunque inútil voto en contra de una salida por las bravas de esta noche, Theresa May tendrá más que probablemente que pedirle una prórroga a los Veintisiete. Para conseguir un tiempo extra, que seguramente sirva de más bien poco, todos los gobiernos de la UE sin excepción tienen que estar de acuerdo. Y eso implica condiciones.

El conejo (los Veintisiete) sabe que, sumidos en el caos absoluto, sin planes ni mayorías, los diputados británicos no van a prestarle la menor atención por ahora. Pero también sabe que, una vez se den de bruces con la realidad, probablemente antes de que acabe la semana, tendrán que empezar a pensar cual es el precio que están dispuestos a pagar por el tiempo suplementario: ¿elecciones? ¿revocación? ¿un segundo referéndum? El conejo vuelve a su whisky. Y, mirando su enorme reloj, cuenta las horas que quedan hasta el 29 de marzo. Tictac.