MIRADOR

Duros y blandos

Cuanto más progresen las posturas duras, más se alejan los acuerdos y, al cabo, la solución

Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal

Pablo Casado, Albert Rivera y Santiago Abascal / EFE / FERNANDO VILLAR

José Luis Sastre

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Como el escenario se ha vuelto tan complejo, la mejor forma de entenderlo es simplificarlo. Quizá así se explique el auge por doquier de la extrema derecha, que propone soluciones mágicas para la complejidad y la confusión: todo se debe al alud de inmigrantes y todo se arregla con banderas. Sencillo, aunque sea mentira. No importa eso: les funciona la sencillez. Al final, entonces, la política puede reducirse en ejes.

Hasta hace muy poco, cuando estábamos descubriendo el mundo, los partidos se dividían en viejos y nuevos y los nuevos, que eran Podemos y Ciudadanos, iban a sorpasar a Cánovas y a Sagasta. Antes de entonces, desde la Revolución Francesa, todo se había explicado de otra manera, a la izquierda o a la derecha, en aquella distinción obsoleta tan en vigor. Ahora que todo era inédito el mundo se entendía según la identidad, con nacionalistas de una parte o de otra.

Lo notarán por la cantidad de ocasiones en que una gran cantidad de gente se dedica a llamar traidores a sus vecinos. Igual ninguno de esos ejes alcanza y puede añadirse todavía una distinción más, entre duros y blandos, por proponer dos palabras. No importa ahí su ideología ni su fecha de fundación, importa si están por terceras vías o por las cosas de verdad. Blandos o duros, con su ración de testosterona incluida.

Así se van juntando los que antes se odiaban, porque cómo iba a ser que un partido que niega la violencia machista se fuera a unir con quienes la quieren erradicar. Pero es, porque ese no es el tema. El tema es si para el problema real hablamos por fin de soluciones en serio. El problema real es Catalunya, claro, que da más votos que lo demás, y la solución en serio es el 155.

O mano dura o mano blanda, a un lado y al otro. O blandos que exploran consensos o duros que quieren a Puigdemont de vuelta y que prenda lo que tenga que prender. No se mide el resultado, sino el mecanismo, porque se está dando a entender que el mecanismo traerá por sí solo la solución, sea el fin del conflicto, sea la independencia. Improbable, pero sencillo.

Lo relevante es qué les falta por prometer a los duros en los días que nos quedan, si empieza la fase decisiva de la competición igual que en los concursos. Se batirán por supuesto con mano dura, que no se hicieron las campañas para ablandarse, aunque surja la duda de qué sucederá después, cuando acabe el tiempo de las promesas y haya que ejecutar decisiones desde el Gobierno.

Carles Puigdemont lo arrastraron todas sus palabras y ahora vive en la irrealidad. A Pablo Casado y a Albert Rivera les espera, si tienen la ocasión de gobernar, un 155 sin fin que será, según prometen, la salida que lo pondrá todo en su sitio. Y fin del problema. Si uno ha jugado a ser duro para llegar al poder, duro habrá de ser para preservarlo, de acuerdo con la premisa que sigue Casado dentro del PP.

Por qué será, sin embargo, que cuanto más progresen las posturas duras, más se alejan los acuerdos y, al cabo, la solución. Será porque no habíamos venido a medir la eficacia del resultado, sino la dureza de los discursos. Eso será.