El control del poder eclesiástico
Esos cuerpos buenos de la Iglesia
Ellos son los que llevan las riendas, los que se imponen y, en la facultad de esa prerrogativa, se cometen los abusos
El arzobispo de Tarragona, Jaume Pujol, tenía razón. El rector de Constantí tuvo un “mal momento”. De hecho, tuvo un montón de malos momentos. Como tantos otros sacerdotes que han sido encubiertos por una institución que suma infinidad de malos momentos a lo largo de su historia milenaria de control de los cuerpos.
También tienen razón los representantes de la Iglesia al afirmar que la mayoría de los casos de pederastia se dan en el seno de la familia, pero la pierden cuando recurren a ese argumento para tratar de minimizar la influencia de sus actos. Son muchos los poderes de la Iglesia. El económico es caudaloso y doblega voluntades de otros poderes. El espiritual es una lluvia fina que impregna y cala en la vida de las personas. De sus feligreses pero, por extensión, de todos los ciudadanos que estamos de un modo más o menos expuestos a la cultura que trasmiten.
Con el sometimiento de los cuerpos, la Iglesia vuelve tangible, palpable, su autoridad espiritual. Da al cuerpo masculino todo el poder. Ellos son los que llevan las riendas de la Iglesia, ellos son los que conducen a los pueblos y a los hogares. Esos cuerpos son los que se imponen y, en la facultad de esa prerrogativa, se cometen los abusos. Abusos que son silenciados para no manchar a los cuerpos ‘elegidos’.
El cuerpo de la mujer está supeditado al del hombre y su ‘buena’ misión consiste en acogerle de varias maneras. Como esposa o como madre. Esa es la norma. Y todos los cuerpos que la cuestionan (personas homosexuales o trans) y todas las actuaciones que la trasgreden (el aborto) son rechazadas. Aunque también en el repudio hay jerarquías. Frente al silencio ante la pederastia o la indolencia ante la violencia machista (ambos cometidas por hombres), el rechazo al aborto (mujeres) atruena en los púlpitos.
No nos confundamos, no es una cuestión de moral. Si fuera así, en función de la misión evangélica, la Iglesia debería poner a la víctima en el centro de su labor. Se trata de poder. De un inmenso poder erigido sobre nuestros cuerpos.
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