Evitar la consolidación de dos comunidades distintas y distantes

Los otros catalanes

La emergencia de dos colectividades enfrentadas refleja la exclusión de la catalanidad de los no partidarios de la independencia

ilustracion  de leonard  beard

ilustracion de leonard beard / periodico

Josep Oliver Alonso

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En ciertas circunstancias, la historia se acelera. Hace ya más de 100 años, John Reed, excepcional testigo de la Revolución rusa, publicó sus vivencias de octubre de 1917 bajo un título que hizo fortuna, justamente porque sintetizaba el vértigo que aparece en momentos excepcionales. Hoy, sus 'Diez días que conmovieron al mundo' continúa siendo un relato que debe conocerse. Pero en Catalunya, más que conmoverla, los acontecimientos vividos en el 2017 y el 2018 la han estremecido, aunque, en esta transición previa al juicio a los líderes del 'procés', parece que el tiempo ha reducido algo su frenético ritmo.

Descorazonadora herida generada en el tejido social

Por ello, y antes de que la situación se tense de nuevo, quizá sea este un buen momento para evaluar algunos cambios operados en nuestra sociedad, usualmente ocultos por la dureza del debate político. Conocen mi preocupación por los efectos económicos de decisiones unilaterales: sobre la actividad y el empleo en el corto plazo; sobre la confianza y la inversión en el medio; y, en el largo, acerca de nuestra pertenencia al euro o la protección del MEDE. De todos ellos hemos hablado.

Pero hoy quisiera tratar otro aspecto más relevante, aunque menos evidente: la descorazonadora herida que se ha generado en el tejido social. Una creciente fosa que se ha construido sobre el mito que postula que los catalanes han decidido independizarse. Porque, inevitablemente y al margen de deseos individuales, excluye de la catalanidad a todo aquel que no comparta ese horizonte. Ello está generando brechas diversas, entre colectivos distintos y con intensidades dispares, catalanes de origen o no: con los partidarios de una nueva relación con España, sea una confederación de naciones o un Estado federal, o con los que desearían mantener las cosas como están.

Esas rupturas han terminado con muchas ficciones. De entre ellas, se ha llevado por delante el sueño de una Catalunya vista como tierra de acogida e integración. Desde la recuperación de la democracia, esta visión ha formado parte del imaginario colectivo, que el PSC y Convergència resumieron en forma de acuerdo sobre la escuela catalana. Era el único método de evitar la consolidación de dos colectividades distintas y distantes: la de trabajadores manuales inmigrantes, mayoritariamente castellanohablantes, y la de clases medias de lengua catalana. Este acuerdo, construido sobre la política del PSUC de los 60 y 70, fue de lo mejor que este país ha dado a luz.

En todo caso, el espíritu meritocrático y mestizo de aquellos años, del que la presidencia de Montilla fue su expresión más palmaria, ha recibido un severo golpe. No sé si, tanto desde el independentismo como del españolismo, se es consciente de esa pérdida, porque la responsabilidad la comparten tanto Madrid como Barcelona. De los gobiernos del Estado, y de algunos de sus representantes políticos en Catalunya, no he esperado jamás gran cosa: su incomprensión de aspectos básicos y urgentes necesidades de la sociedad catalana denota pura ignorancia, simple malicia o deshonesto cálculo electoral.

Es imprescindible recoser el país

Pero, desde Barcelona, la emergencia de al menos dos colectividades enfrentadas refleja la exclusión de la catalanidad de los no partidarios de la independencia, sean o no nacidos aquí. No es que no hubieran existido señales previas de esa división. Las mostraron 40 años de elecciones, con diferencias en participación y resultados según fueran para el Parlament o para las Cortes. También aparecían en ese tono de superioridad moral que expresaba parte de la narrativa catalana sobre todo lo español. En todo caso, si ha emergido esta desagradable cara es porque ni la integración era tan profunda, ni tan duraderas sus consecuencias. Además, se olvidó que el mestizaje implica admitir que, al final, aparecerían distintas identidades para todos.

En la próxima década, para aquellos que deseen trabajar por una acuerdo aceptable por amplias mayorías, es imprescindible recoser el país. Pero regresar a un pasado de mayor concordia no va a ser tarea fácil y, quizá, ya hoy no sea posible. Aunque, mal que les pese, los políticos que tan frívolamente han contribuido a esa separación, independentistas o españolistas, deberían ser capaces de intentarlo. ¿Política ficción? Quizá. Pero si este diálogo no tiene lugar, olvídense de cualquier solución duradera.

¿Dónde, o cuándo, se nos perdió aquella ilusión por una sociedad mestiza y más progresiva? ¿Dónde aquellos aires que traía consigo aquel ya lejano Paco Candel de 'Els altres catalans'? En esa confrontación, todos hemos perdido. ¿Es lo que queríamos?