Al contrataque

Reencuentro navideño

Les hablo de mis tres amigos de estas fechas [...] Son los protagonistas de dos libros y una película convertidos en la máxima representación de lo que se ha dado en llamar espíritu navideño

'¡Qué bello es vivir!', un clásico inevitable para cualquier Nochebuena.

'¡Qué bello es vivir!', un clásico inevitable para cualquier Nochebuena.

Josep Maria Pou

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Es muy posible, me atrevo a decir que es seguro, que cada cual tenga sus más secretas e íntimas Navidades. Más allá de la celebración comunitaria, del ir y venir desnortado, del ruido, la furia, los cantos y las luces, cada uno de nosotros es capaz de arañar y apartar, de entre tanto jolgorio, un momento para la soledad. Y es entonces, allí, en ese 'sancta santorum' conquistado con no poca tenacidad y empeño, donde uno le encuentra sentido a tanto desbarajuste.

La experiencia de muchos años me facilita el camino y puedo afirmar que, al menos en mi caso, el mejor momento para ello viene a darse en las últimas horas del mismo día 25, terminada la larga, larguísima sobremesa, cumplido el adiós de los últimos invitados, bajas las luces, cerrada con sigilo la hoja corredera que me aísla del poco trasiego que aún se mueve en la casa, y caído, más que sentado, sobre el sillón de orejas que me encierra en cálido abrazo de acogida.  

Es entonces cuando le abro la puerta a otro espacio. Cuando, sumergido todavía en ese estado de bruma y duermevela al que me llevó el último vino de los postres, extiendo grandes los brazos para el reencuentro. Cuando les doy paso. Cuando llegan, puntuales, a la cita. Cuando los miro y me reconozco. Cuando sé que si han vuelto un año más es porque todo va bien y sigo siendo el que era. Cuando respiro. Cuando descanso. Cuando todo cobra sentido.

Les hablo de mis tres amigos de estas fechas. Algo así como mis tres fantasmas de las Navidades pasadas, presentes y futuras, pero reunidos los tres en un solo presente real y tangible. Venidos, los tres, del mismo lugar donde les conocí, cada uno su medio, su relato, su imagen. Me basta con evocarles, con desear de nuevo su visita, pero aún así, hago el mínimo esfuerzo de estirar el brazo hacia el rincón preciso de mi biblioteca y acariciar con la punta de los dedos el lomo del objeto -libro o película- que los contiene. Y ese pequeño gesto los materializa.  Aquí están. Me sé de memoria sus primeras palabras: “¡Bah! ¡Paparruchas!”, mascullará entre dientes Ebenezer Scrooge. “Se te ve cansado. ¿En qué piensas?”, se interesará, en voz baja, Gabriel Conroy. “Y las alas, ¿dónde están?”, preguntará, de nuevo, George Bailey. Y los tres, sin esperar respuesta, se fundirán conmigo en el ritual abrazo del reencuentro.

Los conocen tanto o más que yo, claro está. Son los protagonistas de dos libros y una película –narración, también, en su origen- convertidos, para muchos, en la máxima representación de lo que se ha dado en llamar espíritu navideño: 'A Christmas Carol (Canción de Navidad)', de Charles Dickens, 'The Dead (Los muertos)', de James Joyce, y 'It’s a Wonderful Life (¡Qué bello es vivir!)', de Frank Capra.

Amigos incondicionales, compañeros incansables, me aterra pensar en que algún año no vuelvan. Querrá decir que la Navidad ya no es la misma. Ni yo tampoco.