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El ataque de los escritores robot

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Miqui Otero

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Escribió Arthur C. Clarke que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia. También lo es, a menudo, de la tontería y, lo pienso cuando me peleo con mi nueva tostadora, del terror.

Este, según algunos medios especializados, ha sido el año de la consolidación de las modelos CGI: avatares renderizados y maniquís creados digitalmente por empresas. El caso más célebre es el de @lilmiquela, con casi dos millones de seguidores en Instagram y que esta temporada ha trabajado (si se puede usar tal verbo) para la firma Prada y ha copado portadas y editoriales de 'Vogue'. Elegida por 'Time' como una de las 25 personas más influyentes en internet, Miquela ha mostrado no solo su cutis pluscuamperfecto espolvoreado de pecas, sino también su empatía por causas como Black Lives Matter (de hecho, sufrió el hackeo de su cuenta, usurpada por otra modelo CGI pro-Trump). Digamos que, como Jessica Rabbit, "no es buena, sino que la dibujaron así".

¿Y si el fenómeno de las modelos dreadas digitalmente arrasara también en el campo de la literatura?

Que avatares digitales copen el mercado de las influencers podría ser a priori hasta buena idea, ya que seres humanos no caerían en consagrar su vida a hacerse fotografías con ropa regalada y a mostrar a desconocidos los platos de comida a los que los han invitado. Pero lo que sucede es que millones de adolescentes siguen ahora a un físico digital perfecto que no envejece (vive varada en los 19 años) y cuyas imperfecciones están al servicio de la perfección del producto.

La música pop siempre ha creado grupos falsos de dibujos, de The Archies a Gorillaz. Pero me interesaría explorar una hipotética irrupción de este fenómeno en el campo de la literatura, donde solo se creó un androide de Philp K. Dick hace unos años. Del mismo modo que 'Deep Blue', el ordenador de IBM, compitió con Kasparov al ajedrez, un avatar de Amazon lo haría con Gogol y otro de Apple con Tolstoi. O con Ken Follett. Avatares con jersey de cuello de cisne y rostros ajados pero atractivos (un momento: ¡habría que revisar el ADN de Karl Ove!), prudentemente comprometidos con las cruzadas sociales mayoritariamente aceptadas. Si las agencias literarias o las editoriales crearan un batallón de escritores digitales, quizás flaquearía el fenómeno de la autoficción (los robots no deberían tener memorias de su infancia). Los copetes literarios de canapé y vino tinto serían parecidos (ese mismo compadreo robótico), pero ya no sería necesario pagar esos molestos adelantos editoriales de menú infantil y volverían al fin las novelas con tramas, en este caso imaginadas por algoritmos a partir de las palabras y temas más buscados en Google.

Pero la Ley de la Robótica de Asimov reza que un robot jamás puede hacer daño a un humano. Las novelas serían artilugios técnicamente perfectos que no incurrirían en polémicas innecesarias. No estoy seguro, en fin, de que ni las listas de más vendidos ni el mundo cambiaran demasiado.