La actitud ante el aprendizaje

Palabras extrañas

A la hora de aprender algo nuevo, es muy importante saber enfrentarse a lo desconocido sin bloquearse

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / periodico

Rosa Ribas

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hace unos días leí un comentario sobre una novela de un autor argentino en el que un lector se quejaba de las palabras “en argentino” que, decía, "le habían dificultado mucho la comprensión del texto" y pedía que el libro llevara una especie de advertencia. Me apenó esa cerrazón ante palabras que justamente nos llevan a escuchar otras voces y otros acentos.

Cuando trabajaba en la enseñanza del español como lengua extranjera, tenía alumnos que, al leer textos en la lengua que estaban aprendiendo, si se topaban con una palabra nueva para ellos, detenían la lectura, levantaban la vista del papel, decían entre enfadados y consternados “no entiendo” y abandonaban. Ni siquiera recurrían al diccionario.

A la hora de aprender algo nuevo, no solo lenguas, un factor muy importante es la actitud ante lo desconocido. Aprender un idioma significa tener que enfrentarse constantemente a cosas que no se entienden o que se entienden solo de una manera parcial.

Grado de tolerancia a la ambigüedad

En la didáctica de las lenguas se habla del “grado de tolerancia a la ambigüedad”, es decir, hasta qué punto una persona es capaz de enfrentarse a elementos desconocidos sin bloquearse. Quienes son poco tolerantes a la ambigüedad necesitan moverse siempre en un terreno seguro, controlando, y suelen tener más dificultades, porque no existe nada que sea susceptible de ser dominado por completo; mucho menos un idioma, con todas sus variantes y posibilidades expresivas. Por eso, las personas que aceptan el hecho de que siempre haya algo nuevo, que no es necesario comprender absolutamente todas las palabras para entender algo, son las que, aunque suene paradójico, consiguen comprender.

Si buscamos seguridad, nos perdemos otros mundos y otras voces; en definitiva, nos hacemos pequeños

Si nos limitásemos a leer textos donde sabemos todas las palabras que usa su autor, nuestro vocabulario nunca se enriquecería, leeríamos solo sobre temas conocidos, porque nunca nos atreveríamos a dejar entrar palabras provenientes, ya no solo de otros ámbitos lingüísticos, sino también de ámbitos sociales ajenos al nuestro, con giros o frases hechas nuevas, con argots característicos… Todo eso quedaría fuera si nos empeñásemos en leer únicamente palabras que conocemos bien. O que creemos conocer bien, porque bastaría con que alguien nos preguntara por el significado exacto de algunas de ellas para que nos diéramos cuenta de que tan bien, lo que se dice tan bien, la verdad es que tampoco las conocemos. De modo que, si siguiéramos estrictamente esta pauta, nuestro vocabulario sería cada vez más y más reducido. Y con él, nuestro horizonte.

Lo buenos es que, aunque a veces parecemos empeñados a toda costa en impedirlo, nuestra mente está hecha para pensar, y es capaz de extraer el máximo de información, incluso de los enunciados más defectuosos.

Pongamos un ejemplo clásico de manual de lengua, aunque los móviles y los navegadores pronto van a dejar obsoleta la unidad en la que aprendes a preguntar en el idioma que sea “¿dónde está la estación?”. Pero, permítanme este toque retro: pongamos que lo hacemos, que estamos en un país extranjero, tenemos conocimientos rudimentarios del idioma, preguntamos por la dichosa estación y nos responden: “La estación, oooo ggggecto y dos calles grgrgrgrés a grgrgrgrgrecha”. Con los fragmentos de información y el movimiento de las manos, habremos extraído suficiente para movernos todo recto y dos calles después a la derecha.

Cuando aprendemos una lengua extranjera entrenamos la capacidad natural de hacer inferencias, de hacer hipótesis sobre aquello que entendemos a medias. ¿Por qué bloquearlo en la propia lengua?

Si en una página de una novela el personaje se acerca a una parada, espera con otras personas y se sube a un “porompompero”, aunque ese nombre nos resulte extraño, lo normal es que entendemos sin más que se trata de un vehículo de transporte público, probablemente un autobús. Algunos quizá pensarán que quizá podría ser un tranvía. Tal vez algún detalle de la escena, cómo suena o se mueve el porompompero, nos dará alguna pista. Pero lo que en realidad importa es que nos subamos con el personaje al vehículo que sea, y no lo abandonamos para siempre en una parada haciendo cola tan solo porque se nos ha cruzado por el camino una palabra que no conocíamos.

Si buscamos seguridad, nos perdemos mucho, todas esas palabras tal vez oscuras pero prometedoras que nos están esperando en las páginas de autores que vienen de otras realidades lingüísticas. Nos perdemos otros mundos y nos perdemos otras voces. En definitiva, nos hacemos pequeños.

¡Ah! El porompompero tenía ruedas.

TEMAS