ANÁLISIS

'We love football'

El barcelonismo sigue amando el fútbol, pero en época de escasez tiene suficiente con algo de respeto hacia esa idea que llegó a pensar que podría abanderar eternamente

Valverde hace indicaciones desde la banda del Camp Nou ante el Athletic.

Valverde hace indicaciones desde la banda del Camp Nou ante el Athletic. / periodico

Sònia Gelmà

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El Barça amaba el fútbol y ese fue el lema del mosaico que lució orgullosa su afición en Wembley la última vez que jugaron allí en partido oficial. Era la final de la Champions del 2011 contra el Manchester United y el juego fue consecuente con la declaración de intenciones: uno de los mejores partidos, sino el mejor, de la era de Pep Guardiola.

De aquello hace seis años y medio y conviene no tenerlo demasiado presente, la nostalgia está mal vista y me atrevo a decir que por nuestro bien es casi mejor, porque el contraste ante aquella exuberancia de juego resulta doloroso. El Barça actual no ansía —y hace bien— marcar un antes y un después en el fútbol mundial, ni siquiera pretende ser referencia de nada, las actuales limitaciones no permiten ser tan ambiciosos como entonces. El barcelonismo sigue amando el fútbol, pero en época de escasez, tiene suficiente con algo de respeto hacia esa idea que en un momento de euforia pensó que podría abanderar de manera eterna. Porque “we love football”, pero ya se sabe, que hay muchas maneras de amar.

Ecuación imposible

Valverde tampoco aspira a aquel juego preciosista, probablemente ni siquiera tenga las piezas para ello, han sido demasiadas las oportunidades perdidas para recuperarlo. Tampoco mantiene la convicción extrema en aquella idea de juego pero la exigencia por los resultados sí que sigue siendo la misma, y la sola presencia de Messi en el equipo les permite soñar con repetir el éxito.

Se admite por tanto el sacrificio del juego, pero no del resultado. Sin embargo, pretender ganar sin jugar bien es una ecuación imposible para los azulgranas, al menos de manera continuada. Así que una cosa es que no se pueda alcanzar el nivel de excelencia de aquella noche de mayo y otra que el equipo no deba mejorar mínimamente si quiere tener alguna distracción en los meses de febrero y marzo. El reto aún es mayor cuando lo que se pretende es mejorar repentinamente en la Champions con un rival de la entidad del Tottenham. Como si se tratara de apretar un botón y activar la opción de buen juego.

Pero este año Messi marcó en rojo una prioridad y su suplencia ante el Athletic refuerza ese mensaje: la Champions es lo primero. Y Messi llega descansado. Ese es el clavo ardiendo al que aferrarse. Ese y el recuerdo de la primera temporada de Luis Enrique, esa en la que tampoco se veía luz al final del túnel en el primer tramo de la temporada y acabó en triplete. El miércoles comprobaremos si lo visto hasta ahora tiene arreglo, si el Barça ha aprendido a hacer lo que, a diferencia del Madrid, nunca ha sido parte de su ADN, discriminar competiciones. Parece difícil: ir contra la propia historia, contra la propia tradición, y con Wembley de testigo.