La paradoja del proceso independentista
¿A quién hace feliz el 'procés'?
Pese a ser un inmenso fracaso, ha hecho compatible la frustración con la felicidad y el orgullo de haber participado
Astrid Barrio
Profesora de Ciencia Política de la Universitat de València. Miembro del Comité Editorial de EL PERIÓDICO
Astrid Barrio
Con ocasión del 4 de julio, el día en el que Estados Unidos conmemora la fecha en que las 13 colonias británicas se independizaron de la metrópoli el 'president' Torra hizo un tuit en el que recordaba la frase de la Declaración de Independencia en la que se proclamaba que las colonias eran por derecho propio estados libre e independientes. Esta declaración que constituye un gran referente para los movimientos independentistas es uno de los principales ejemplos prácticos del contractualismo liberal, la corriente de pensamiento que asume que el hombre es portador de unos derechos naturales que el Estado debe proteger en virtud de un pacto. La Declaración de Independencia cita explícitamente los derechos a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad y asume que para garantizarlos se instituye un gobierno basado en el consentimiento de los hombres. Sin embargo, el pacto no es indefinido y si llegado el caso el gobierno se vuelve tiránico y no es capaz de garantizar los derechos, los hombres tienen derecho a rebelarse. Locke en estado puro. A nadie se le escapa que esta es una de las principales líneas argumentales del independentismo. El Estado no cumple lo pactado, no respeta los derechos de los catalanes, los maltrata y por tanto estos tendrían derecho a rebelarse.
Ni más libertad ni más felicidad
No obstante, la rebelión catalana -entiéndase rebelión no en el sentido jurídico actual, sino de acuerdo con los parámetros del contractualismo clásico- globalmente no ha aportado ni más libertad ni más felicidad, sino todo lo contrario. Comportó la suspensión del autogobierno, la polarización de la sociedad y el encarcelamiento de los políticos independentistas. Ni rastro del principio utilitarista de mayor felicidad para el mayor número. Con una notable excepción. Hay un colectivo que sí parece ser más feliz con el 'procés': los activistas independentistas. Y lo no lo son precisamente por la consecución de sus objetivos político, sino por la satisfacción emocional que les proporciona su implicación en las acciones colectivas, algo que los estudios sobre participación política y movimientos sociales tienden cada vez más a poner de manifiesto. Muchas de sus acciones que tienen una indudable naturaleza lúdica y festiva contribuyen a crear lazos de amistad y de solidaridad que convierten el activismo no en una actividad de riesgo, a excepción del 1 de octubre, sino en una actividad placentera.
El profesor Manuel Arias Maldonado, en el curso Anatomía del 'procés' celebrado esta semana en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y cuyas principales aportaciones serán publicadas por Debate en forma de libro en septiembre, recordaba que la democracia moderna se basa en la capacidad para gestionar las frustraciones. Y es en este sentido en el que el caso catalán nos aporta una inmensa paradoja: el 'procés' ha sido un inmenso fracaso colectivo que ha hecho compatible la frustración política de más de dos millones de personas por no haber conseguido sus objetivos con la felicidad y el orgullo por haber participado en él. Y precisamente por ello, previsiblemente, lo seguirán haciendo.
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