Mirador
Política, derecho y culto al líder
El argumento de poder hacer todo lo que no esté expresamente prohibido es jurídicamente absurdo
Pere Vilanova
Catedrático emérito (UB).
PERE VILANOVA
Parece que estamos ante una secuencia del 'procés' de gran incertidumbre o suspense, pues no sabemos qué pasará al día siguiente. Puigdemont al final va a Dinamarca, sigue con su hiperactividad en las redes, vuelve a Bélgica, y así sucesivamente. Pero tenemos dos certezas absolutas. La primera es que está consiguiendo abducir del todo a sus socios ERC y CUP, les reduce el margen de acción cada día que pasa, y sobre todo les ha 'personalizado' totalmente el relato. Una peculiar versión del "yo o el caos", aunque también muchas voces en su campo -y merece mención especial Artur Mas- le han dicho por activa y por pasiva que sea generoso, que nadie es indispensable, que hay que restituir una plena normalidad institucional.
Pero lo que sí continúa es una deliberada confusión entre política y derecho. El campo independentista ha cabalgado durante los últimos años sobre el falso argumento de que "esto es un problema político, que necesita soluciones políticas, y no tiene solución jurídica". Y resulta que lo político y lo jurídico van de la mano. Siempre. Unos políticos en la cárcel (serían más útiles fuera, desde luego), otros en un falso exilio (tarde o temprano tendrán que volver), hay una investidura en puertas, y todo esto pasa y pasará sin excepción por el aro de su dimensión jurídica, legal. Y no la legalidad paralela del 6 y 7 de septiembre. La vigente, o si prefieren, la de la Constitución de 1978. El 155 no deja espacio para otra.
El TC y los letrados
Ya en noviembre del 2015 el Parlament hizo una solemne declaración diciendo que ya no reconocían la jurisdicción del Tribunal Constitucional. Desde entonces la Generalitat ha recurrido ante esa jurisdicción decenas de veces. No hace falta extenderse sobre lo de saltarse lo que digan los letrados del Parlament con el argumento de que sus dictámenes no son vinculantes. Otro argumento más descarnado, referido a la supuesta 'investidura telemática', es que se puede hacer "porque el reglamento no lo prohíbe". Grave confusión. El ciudadano, como tal, puede ejercer sus derechos fundamentales sin otro límite que el de la ley (lo que esta prohíbe) y en el bien entendido de que su ejercicio no puede dañar o erosionar los derechos de otros.
Pero las instituciones públicas, no. Estas solo pueden ejercer las competencias que la norma jurídica habilitante les da. No tienen en ningún caso "autoexpansión competencial" (valga el barbarismo). Las instituciones pueden hacer solo aquello que expresamente pueden. El argumento de poder hacer todo lo que no esté expresamente prohibido es jurídicamente absurdo. Pero el intento de ardid no es inocente, es prolongar el suspense unos días.
Tampoco es de recibo reducir la naturaleza y función de las elecciones del 21-D a que hay un único candidato, Puigdemont, y cualquier otra opción es "avalar el 155". La democracia representativa casa mal con una cosa que aparece ante la ciudadanía y se llama "culto a la personalidad" o al "líder máximo". Parece que el falso dilema no es "yo o el caos", sino "yo y el caos".
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