El desafío catalán
Todos a la calle
En la peor etapa de nuestra democracia, estamos en manos de los dirigentes más mediocres en décadas
Enrique de Hériz
Escritor
ENRIQUE DE HÉRIZ
Todo aquel que ha tenido hijos está familiarizado con una figura común en parques y plazas: el niño que después de una fechoría se apresura a pedir perdón sin el menor atisbo de arrepentimiento verdadero, sabiendo que así obtiene indulgencia para el siguiente abuso. La supuesta autocrítica de algunos dirigentes del independentismo tiene mucho que ver con ese comportamiento. Se atribuyen un único error que, además, contaría con el eximente de la ingenuidad: «No estábamos preparados; no contábamos con suficiente apoyo». Menuda novedad. No es tan malo el niño malo, es que no sabe lo que hace. Y por si acaso, la falsa disculpa les brinda de paso la coartada para seguir malgastando dinero público en estructuras paralelas de su nuevo país imaginario si el resultado de las elecciones del 21-D se lo permite: «No vaya a ser que la realidad nos vuelva a pillar desprevenidos».
Ahora deberíamos aprovechar las urnas para enseñarles a ellos el camino para irse a casa
Carles Puigdemont tenía que haber disuelto el Parlament y convocado elecciones, pero no para evitar el 155 y los ficticios muertos en la calle, sino para acogerse con su dimisión al último ápice de dignidad política que les quedaba. A él y a todos los dirigentes que han obligado a Catalunya a nadar contra la marea durante años para dejarla morir en la orilla. Y sin contar siquiera con el apoyo de los dos tercios de la población, como exigiría cualquier democracia homologable. Una noción, la de democracia homologable, a la que llevan años apelando, sin reparar en que, en cualquiera de los países que valdrían como ejemplo, a ningún dirigente que participara en un fiasco de este tamaño se le ocurriría la posibilidad de librarse de las consecuencias con un simulacro de disculpa. No solo se vería obligado pedir perdón con toda solemnidad, sino que su carrera política quedaría arruinada de por vida. Yo no quiero políticos presos; los quiero a todos en la calle. Libres, sí, para buscarse otro oficio.
Con el mismo artificio, Rajoy y los suyos pretenden pasar por garantes de una supuesta democracia verdadera, que tendría la ley como único requisito y la ceguera de la justicia como atributo principal. También ellos, en eso que la calle llama «un país normal», deberían presentar la dimisión en bloque: no tanto por la violencia inaceptable, torpe y contraproducente del 1 de octubre, como por lo que nos llevó hasta allí: su inoperancia previa, su incapacidad para evitar que este asunto absurdo fagocitara toda la agenda política del país y el ridículo empeño en creer que España tiene futuro sin una reforma (tan profunda que, a mi juicio, solo podría lograrse por medio de una asamblea constituyente) que vaya más allá del maquillaje superficial. Sin un proyecto para todos. En la peor y más compleja etapa de nuestra democracia, estamos en manos de los dirigentes más mediocres que hemos tenido en décadas. Ellos se han empeñado en sacarnos a la calle cada dos por tres; ahora, paradojas del destino, deberíamos ser capaces de aprovechar las urnas para enseñarles a ellos el camino de la calle.
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