El ridículo de ETA

Los verdugos se quedaron solos. Es de las mejores cosas que hicimos como país

Dos etarras entregan armas a dos verificadores internacionales, el 21 de febrero del 2014.

Dos etarras entregan armas a dos verificadores internacionales, el 21 de febrero del 2014. / periodico

Cristina Pardo

Cristina Pardo

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Pocas cosas me parecen más reconfortantes que el momento en el que todos los partidos se unieron para combatir a ETA. Hasta ese día, la banda golpeaba doblemente: asesinaba y después, nos teníamos que tragar un espectáculo político infumable. Los 'abertzales' justificaban a los terroristas y señalaban objetivos, el PNV de Xabier Arzalluz se mostraba en ocasiones equidistante y hablaba de sacudir árboles para recoger nueces y los demás partidos mostraban en público sus diferencias estratégicas para hacer frente a ETA. Eso, afortunadamente, se corrigió. Lo han hecho casi todos tan bien que, cuando hace unos días hubo un episodio de terrorismo callejero en Pamplona, la respuesta fue un rechazo general sin matices. El alcalde de Bildu dijo que era inaceptable. Punto. Sin peros de ningún tipo. Ese trabajo conjunto, tan atípico entre la clase política de nuestro país, es lo que nos ha llevado hasta donde estamos hoy, con una ETA que provoca bochorno cada vez que nos recuerda que todavía no se ha desarmado y que se resiste a hablar de disolución. La sociedad está lejísimos de esta gentuza que marcó la vida de todos en mayor o menor medida, empezando por los que fueron asesinados y sus seres queridos, tan dañados, que jamás volvieron a ser los mismos. Era un horror cotidiano, durante una época casi diario. 

Mi primer recuerdo de ETA me lleva a los ochenta. Una noche estaba en la cama leyéndole un cuento a mi hermano pequeño cuando se produjo un tremendo estruendo, seguido de un fuerte temblor. Era la onda expansiva del coche-bomba que acababa de explotar cerca de nuestra casa en Pamplona. Al día siguiente, decenas de curiosos contemplábamos entre aterrados e incrédulos el socavón en el asfalto. Después, tuvimos compañeros de colegio con familiares secuestrados y en nuestras primeras salidas juveniles de fin de semana, tan habituales eran los bares como los intentos por llegar a casa entre botes de humo y pelotas de goma. Como becaria en la radio cubrí el asesinato de un concejal. Nunca olvidaré la emoción que sentí cuando la gente rompió a aplaudir al paso del féretro en homenaje a la víctima. Tampoco las náuseas que provocaban los de Herri Batasuna en los plenos posteriores a los atentados, culpando a los que acababan de morir. Al final, los verdugos se quedaron solos. En mi opinión, aunque seguramente en pocos ámbitos encontramos motivos para el orgullo, esa es una de las mejores cosas que hicimos como país. La sociedad se levantó y venció. Todos los muertos eran nuestros muertos. 

Por eso ahora, con lo que hemos visto, con el horror que provocaron, es patético que estos individuos aún nos estén hablando de desarmes y disolución. Es probable que tengan sus propios frenos internos, con tanto preso en la cárcel a cambio de nada. Pero en fin, que a los encapuchados que están con si se desarman o no, lo único que les diría es que merece la pena dejar las armas, aunque solo sea por dejar de hacer el ridículo. Y también otra cosa: que os den.