Peccata minuta
No sin mi hija
Es lógico que un profesional de la mentira como Montull reclame un desproporcionado precio por pasarse al otro bando
Vaya por delante mi absoluta ignorancia sobre las entretelas, recovecos, entresijos, complejidades y matices que dormitan a la sombra de la palabra justicia, tan apolínea ella, con sus balanzas ciegas. Del mismo modo que no tenemos el más mínimo derecho a pensar por nosotros mismos si una orla colgada en el currículo acredita nuestra condición de maîtres à penser, el único derecho que nos asiste a los burros en el noble arte de juzgar es ejercerlo, del derecho o del revés, desde nuestra condición de amateurs (los que aman).
Todo esto de lo humanamente justo e injusto debió empezar cuando la peña griega, harta de que su mala sangre y ansia de venganza inmediata la conminase a derramar más y más sangre inmediata, aceptó encargar a terceros (tres: tribunal) la resolución quirúrgica de sus conflictos. Como libros mal leídos (sic) han pasado los siglos, 26, dicen, desde que la única ley era que el pez gordo devorase con toda naturalidad al pezqueñín; pero, a tenor de lo visto y oído, parece ser que la telefonía móvil ha avanzado más en diez minutos que la justicia desde Sócrates.
Cuando los ciudadanos anhelamos de nuestros togados unas sentencias que sintonicen mínimamente con nuestra analfabeta y muy cabreada percepción sobre inocencia o culpa, y vemos una y otra y otra vez que la Dama de las Balanzas es más proclive a ajusticiar a un mísero desahuciado que a una tropa de canallas maleducados en los mismos colegios, delincuentes de misa de 10 uniformados con los mismos trajes, camisas, corbatas, fijapelo y mirada, hijos o yernos de compositores de himnos patrióticos o campechanos asesinos de elefantes con muchísimos ceros a la derecha de sus fechorías… percibimos nuestra definitiva condición de casi nada: ceros a la izquierda.
Para muestra, un botón: el tal Montull, secundario del «molt fotut» Millet, propone, desafiante desde sus gafas de ver de lejos, decir toda la verdad y nada más que la verdad sobre las barbaridades exconvergentes (la mona se ha travestido de seda catalana y democrática) a cambio de que su hija, alumna aventajada de sus malas artes y para la que se pide más de un cuarto de siglo entre rejas, quede mágicamente libre de la cárcel, como si tuviese en la manga una de aquellas viejas tarjetas de suerte o sorpresa del Monopoly.
EL HONOR, COSA DE ANTES
Servidor, exageradamente cinéfilo, andaba convencido de que cuando un inculpado era llamado a declarar, se le exigía jurar o prometer sobre Biblia u honor decir la verdad. Mentira: eso era antes, en los cines de barrio. Montull lo tiene muy claro: no sin mi hija, como el título de la peli. Es lógico que un profesional de la mentira reclame un desproporcionado precio por pasarse al otro bando. ¿Lo aceptarán los profesionales de la verdad?
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