Peccata minuta
Fahrenheit 895
Afortunadamente, la Constitución prevé que pegarle fuego no es delito, y Empar Moliner no lo pasará peor que si tuviese algunos ahorrillos en Panamá
Hay quien opina que el antecedente más remoto de la noble afición a quemar libros debemos situarlo en Alejandría 48 años antes del nacimiento de Jesucristo, cuando el bruto de Julio César provocó el incendio que dio al traste con los pocos manuscritos que sobrevivieron -de los 900.000 que Ptolomeo I y su hijo se habían tomado la molestia de reunir- tras los sucesivos saqueos del califa Umar Ibn Al-Jattab y un par de emperadores romanos.
Casi 20 siglos después, el 10 de mayo de 1933, las asociaciones de estudiantes del partido nacionalsocialista alemán también calcinaron en la berlinesa plaza de la Ópera, y en otras 21 ciudades universitarias del país, miles de ejemplares de autores judíos, marxistas, pacifistas o simplemente antipáticos al Tercer Reich. Aquellas hogueras solo fueron la primera chispa de la futura Europa en llamas. La imaginación de Ray Bradbury halló en su novela Fahrenheit 451 (temperatura a la que arde el papel) la solución a tal barbarie: que cada persona se aprendiese de memoria un libro para, ya anciana, transmitirlo verbalmente a un niño o a una niña.
Y del Berlín de los 30 pasamos a la Barcelona de los últimos años del franquismo, donde un tal Pepe Carvalho -detective gallego, exagente de la CIA y pariente lejano de Manuel Vázquez Montalbán- se dispone a reducir a cenizas en el hogar de su casa de Vallvidrera un ejemplar de España como problema, del ilustre historiador opusdeísta don Pedro Laín Entralgo, el primero de la larga lista de volúmenes que chamuscaría, entre los que cabe destacar el Quijote y varios tomos de la Enciclopedia Espasa. Carvalho no era un nostálgico del nazismo, sino más bien un desencantado comunista que, después de haberlo leído casi todo, decide «convertir mi biblioteca en una galería de condenados a muerte, ya que tantos años de lectura apenas me enseñaron a vivir».
Si Carvalho quemaba a sus autores preferidos para obtener de las domésticas brasas un poco de calorcillo para su alma acatarrada, el pasado lunes la escritora, periodista y exactriz Empar Moliner abrasó en Sant Joan Despí un ejemplar de la Constitución Española para que nadie en Catalunya pase frío por falta de calefacción. ¿España como problema? Parece ser que sí, por conflicto de competencias con Madrid sobre pobreza energética. Fahrenheit 895, que es el número de familias afectadas por la frialdad constitucional.
Puigdemont y el puro de Rajoy
Puigdemont y el puro de RajoyAfortunadamente, la Carta Magna prevé en alguno de sus repliegues que pegarle fuego no es delito, y Moliner no lo pasará peor que si dispusiese de algunos ahorrillos en Panamá. Lo que no acabo de entender es por qué ahora pide sinceras y bomberas disculpas. ¿Acaso porque un quemado Puigdemont quiere hacerse perdonar su fogosidad encendiéndole el puro a Rajoy?
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