Cabeza y pelo
Isabel Coixet
Directora de cine
ISABEL COIXET
Mi perro está muy inquieto. Me duele la cabeza como hace años que no me dolía. No hay escapatoria posible en la casa, como no sea directamente la huida. Llevamos muchos días así. Diez horas al día. A veces desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche. El ruido que invade mi casa taladra el cerebro de cualquier persona que permanece más de un minuto en ella. No se puede trabajar, pensar ni hablar. Es un ruido machacante, continuo, abrumador. La clase de ruido con el que, me imagino, torturan a la gente en Guantánamo. Procede de un generador que, por alguna extraña razón, los propietarios de la tienda Malos pelos, malos cuerpos (no, no es broma, el negocio o lo que sea se llama así de verdad) han decidido instalar en el patio que da directamente al mío.
Durante los más de 20 años que hace que vivo en esta casa, he pasado por casi todo: okupas que vinieron a vivir al piso de al lado y me invadieron la casa a las cuatro de la madrugada y me los encontré meando en la terraza, vecinos con niños que pateaban el suelo a partir de las seis de la mañana, parejas que se abroncaban sistemáticamente a partir de las doce de la noche –cada noche durante meses–, vecinos que alquilaron un piano y lo aporreaban sin ninguna gracia cada tarde... Hasta ahora, me había tomado las cosas con paciencia, atribuyendo estas molestias al peaje obligado de la vida diaria en una ciudad que me gusta. Pero lo de ahora es, con creces, lo peor que ha ocurrido. En los años (casi 100) en los que el local lo ocupó una librería, jamás vino ruido alguno de él. La librería Viuda de Roquer no necesitó nunca un megagenerador para tener luz y ofrecerla a sus clientes. En cambio, la tienda de champús, tintes y peines que ocupa su lugar es un incordio continuo, empezando por el peor nombre para un negocio de la historia. Hablo con los vecinos de mi edificio y todo el mundo está harto. Nadie entiende por qué a estas alturas una tienda necesita un generador para funcionar. ¿Dónde estamos? ¿En medio de la sabana africana? ¿En Siberia? ¿Deberíamos llamar a la guardia urbana? Decidimos acercarnos a la tienda, a sabiendas de lo que nos espera: excusas.
Y así es: una vendedora compungida nos dice que lo entiende, que ya se lo ha dicho al propietario (que, por supuesto, no está allí y al que me gustaría ver en mi lugar aguantando esta murga insufrible aunque solo fuera un rato), que tienen una avería... ¿Una avería eléctrica desde hace dos semanas? ¿Un generador eléctrico en un patio minúsculo con un olor a gasolina espantoso? A mí esto no me parece normal. Como tampoco me parece normal que cierren todas las tiendas que han dotado de alma y carácter a este barrio y en su lugar pongan establecimientos absurdos, sin ninguna relación con el barrio, sin ningún sentido del civismo y la convivencia. Donde vendían libros de Nabokov, ahora venden carísimas mascarillas para el pelo. Si esto es progreso, prefiero cien mil veces el retroceso.
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