Las consecuencias del 20-D

Las coaliciones llegan a España

Los gobiernos multipartidistas no tienen por qué ser necesariamente más débiles o inestables

JOAN RIDAO

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El endemoniado escenario político abierto con el ocaso del bipartidismo y la irrupción de nuevas fuerzas emergentes demanda acuerdos de coalición en España por primera vez desde el advenimiento de la democracia. La gobernabilidad después del 20-D pasa por la formación de un gobierno multipartidista, más o menos explícito, después de que el sufragio haya determinado que el ganador de los comicios con minoría (PP) o bien necesita de un pacto estable con el PSOE o de su apoyo para investir a Mariano Rajoy a cambio de contrapartidas programáticas como la reforma constitucional u otras. También pueden abrirse escenarios más improbables: la entronización de un candidato socialista con el apoyo de Ciudadanos y Podemos, un gobierno plural de izquierdas estatales y periféricas de todo signo...

Constatado esto, hay que decir que la inmerecida mala fama asociada a este fenómeno de la coalición política tiene en cuenta la enorme casuística experimentada en la arena política autonómica y local. Considerados en conjunto, más del 50% de los gobiernos en ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas han sido de coalición, sin ir más lejos en Catalunya. Yendo más atrás, las coaliciones se dieron durante la Segunda República con la Conjunción Republicano-Socialista, o entre el Partido Radical de Alejandro Lerroux y la CEDA de José María Gil Robles, o con el Frente Popular. En Catalunya, en el mismo periodo, se dio el pacto entre ERC y los socialistas de la USC, precedente de los sucesivos gobiernos de concentración durante la guerra civil, con presencia de republicanos, anarquistas y comunistas

UNA MONEDA CORRIENTE

En el contexto europeo, tras la segunda guerra mundial, la práctica de coalición ha sido moneda corriente, como demuestra el hecho de que los 218 gabinetes existentes en 12 democracias europeas entre 1945 y 1987, alrededor del 85% fueron de coalición. Muchos países han dispuesto casi invariablemente de gobiernos de coalición, caso de Alemania, Bélgica o Italia. En otros, como Dinamarca, Irlanda, Noruega o Suecia, este tipo de gobierno ha alternado con gobiernos monocolor.

En los últimos años del siglo pasado, la centralidad de los acuerdos plurales ha aumentado a medida que los países del Este europeo se democratizaban. Durante el quinquenio 1990-95, el 75% de los gobiernos europeos eran de matriz multipartidista, es decir, de coalición explícita o positiva. En este mismo periodo, fueron formados 91 gabinetes en 31 países europeos, de los cuales 19 eran unipartidistas (21%), pero de coalición implícita; 68, con varios partidos coaligados (75%). Más recientemente, las grandes coaliciones en Alemania entre cristiano-demócratas y socialdemócratas, o entre conservadores y liberales en el Reino Unido son buena muestra. Hoy, 24 de los 28 estados de la UE disponen de gobiernos de coalición.

UNA FALSA IDEA

A partir de esta realidad incontestable, hoy asumimos científicamente que los gobiernos de coalición no son necesariamente débiles ni inestables, una falsa idea propagada después del colapso histórico de la República alemana de Weimar, de la IV República francesa o de la extrema precariedad de algunos gobiernos italianos de la inmediata posguerra. Las investigaciones empíricas y los modelos teóricos que manejamos demuestran, por el contrario, que los gobiernos de coalición (y en muchos casos en minoría) son una respuesta más bien equilibrada: de media los gobiernos europeos, en la segunda mitad del siglo pasado, estuvieron compuestos por 2,4 partidos. En cuanto a la tasa de supervivencia, se estima que duraron, más allá del mandato legal, una media de 50,9 meses y las grandes coaliciones, 48,7.

A partir de ahora, en ausencia de una teoría general sobre las preferencias y el comportamiento de los líderes políticos habrá que estar atentos a factores ambientales que rebasan el control de los actores políticos: el papel de los medios de comunicación, de los agentes sociales o las reacciones de los gobiernos europeos. Habrá que evaluar, además, las consecuencias de los eventuales acuerdos al interior de los partidos, en especial la distribución del poder (el reparto de carteras, la distribución del presupuesto) o la estructura de la coalición (los instrumentos de coordinación intergubernamental). Esto suele generar inevitables tensiones al principio.

En contrapartida, una coalición minimizará la corrupción desde la vigilancia mutua de los socios y contribuirá a acabar con el plasma y la opacidad y, sobre todo, con el ordeno y mando característico de la política española. En suma, es necesario que los electores españoles se vayan acostumbrando al diálogo y la negociación y aparquen la polarización extrema de los últimos tiempos.