ANÁLISIS

Campeones morales

La posible mano de Messi en el primer gol ayudará a construir a River la épica de la derrota durante los 20 o 30 próximos años

MARTÍN CAPARRÓS

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

No había partido. Te cuentan que el fútbol iguala, que lo bueno del deporte es que en el campo son 11 contra 11, que un club modesto puede ganarle a uno opulento -y se quedan tan anchos-. Y sí es cierto que puede; también es cierto que no suele.

No había partido. No era solo que el presupuesto del Barcelona sea 17 veces más rico que el del River Plate. Era, sobre todo, que lo tiene y lo usa -como el resto de los clubs europeos más potentes- para dominar el fútbol mundial. Y que tiene y usa, entonces, por ejemplo, a los tres mejores jugadores de los tres países más futboleros de América para enfrentar a una panda de aspirantes que querrían emigrar a esos equipos y una panda de veteranos que ya volvieron de ellos.

No había partido. Los países del Sur -y Argentina en particular- se han convertido, desde hace más de 20 años, en productores y exportadores de la carne más cara que el mercado conoce: la carne de futbolista joven. Y con eso se hacen sus dineros, y con eso consiguen que clubs tan mal administrados sobrevivan, pero con eso logran también que sus grandes equipos no puedan ganarles a los grandes equipos europeos. De hecho, la última Intercontinental que ganó un argentino se remonta al 2003, cuando un tal Boca Juniors repitió con el Milan lo que había hecho, tres años antes, con el Real Madrid.

No había partido, o había poco. Los muchachos de River -y miles de riverplatenses- llegaron al Japón cargados de esperanzas, y el Barcelona jugó con esas ilusiones cuando les hizo creer que sus dos mejores no estarían. Pero a la hora de la hora, Messi y Neymar salieron a la cancha; no debe ser cómodo entrar por el mismo pasillo que esos dos, a medio metro, justo del otro lado. La esperanza de Núñez también se sostenía en la fuerza del deseo: para el Barça era poco más que un trámite; para River, el partido de su historia.

Así que River no tuvo más remedio que jugar a lo que es River ahora. Durante años, el fútbol argentino se dividió en dos vertientes. Los equipos «burgueses», que jugaban un fútbol elegante; y los equipos «obreros», que jugaban un fútbol peleón. River era el modelo de ese fútbol de lujo; por algo su nombre fue, durante tanto tiempo, Millonarios.

De Millonarios a Gallinas

Pero empezaron a perderlo en 1966, en una final de la Libertadores contra Peñarol, en Santiago de Chile, que iban ganando 2-0 y perdieron 2-4. A partir de ahí se los llamó cada vez más «gallinas». Y, con el tiempo, su juego también cambió.

El River de Gallardo es un equipo peleador, que no para de tirarse al suelo: una traición insistente a su historia en nombre de los resultados. Que hoy no llegaron, pero a River no le fue tan mal. Cayó con dignidad, honrado, pegando con mesura, sin descontrol ni saña. Cuando yo era chico y el fútbol se parecía a un deporte, los argentinos queríamos que ganaran los clubs argentinos. Eran tiempos en que la patria tenía algún sentido, más que los colores de la camiseta. Hoy, en cambio, en Argentina había millones que querían que River se comiera ocho para restregárselo con placer. No fue así: tres, solamente, una bicoca.

Y encima podrán decir que fue casi una injusticia. River tuvo la suerte de que el primer gol, el de Messi, pareció mano. Sobre esa confusión les será fácil construir una épica de la derrota, de 20 o 30 años de quejas y lamentos. Ya que iban a perder, así tendrán al menos qué decir. Y dirán que fue el gol decisivo, el que abrió el partido, que sin eso estaban igualados, que el segundo cayó porque se habían abierto para buscar el empate. Es, si no un éxito, un consuelo. Así podrán, incluso, quién te dice, aspirar al título más argentino de todo el palmarés: campeones morales.