Análisis

La censura de la infamia

GEORGINA HIGUERAS

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Hace 10 años, cuando se acercaba el 60º aniversario de los ataques nucleares a Hiroshima y Nagasaki, varios supervivientes decidieron romper la losa de silencio bajo la que habían vivido para que nadie tergiversara la historia. Entrevisté a una decena de ellos. Siempre llevaré grabados los escalofriantes testimonios de Shizhuko Abe y Shintaro Kodama.

Abe tenía 18 años cuando aquella horrible explosión le achicharró el 80% de su cuerpo. Kodama, 11 años. Sus padres le enviaron a Hiroshima después de que en marzo la familia lograra escapar de los bombardeos incendiarios de Tokio, en los que perdieron la vida más de 100.000 personas. Escondido bajo una mesa, Kodama volvió a burlar la muerte y salió casi ileso del infierno. Para ambos, casi más cruel que la barbarie de 'Little boy' fue la ley del silencio que impuso EEUU en connivencia con el Gobierno de Japón. Los 'hibakusha' (los supervivientes) fueron tratados como escoria por los ocupantes y con hostilidad por los ocupados, que al mirarles recordaban la vergüenza de la derrota.

Para Kodama, hoy jubilado de su cátedra en la Universidad Chuo de Tokio, la actitud del Gobierno japonés se debió a que no quiso reconocer los errores del militarismo, ni los cometidos contra sus vecinos ni contra su propio pueblo. «Nos enseñaron a morir por el emperador. Era una educación parecida a la de los terroristas islamistas de hoy en día», declaró. Pero tachó la bomba atómica de «totalmente injustificada», fruto de que EEUU quería experimentar nuevas armas. «Nos utilizaron como ratas de laboratorio».

La mentira de Truman

Horas después de que el 'Enola Gay' soltara su ignominiosa carga sobre el centro de Hiroshima, Harry Truman comunicó al mundo su orgullo por adelantarse a los alemanes en la fabricación y lanzamiento de una bomba nuclear que mató a 70.000 inocentes y dejó agonizantes, deformados y aterrorizados a cientos de miles. En un discurso radiofónico, el presidente norteamericano se vanaglorió de haber devuelto a los japoneses «multiplicado por muchas veces» el ataque a Pearl Harbor y mintió de forma flagrante al afirmar que el objetivo había sido una base militar y que el ataque pretendía acabar la guerra. Semanas antes rechazó la rendición de Japón, que solo le pidió respeto a la vida al emperador.

Abe confesó que lo más duro de aquella explosión que se llevó la mitad de su rostro fue el pánico a engendrar monstruos; el miedo a lo desconocido. Pasó por un rosario de operaciones privadas para mejorar su aspecto y la hiel de la incertidumbre de los futuros nietos no le dejó disfrutar de la miel de tener hijos sanos. «La Comisión de Heridos de la Bomba Atómica no quería curarnos. Solo quería investigar», dijo al recordar por qué dejó de ir. Estaba harta de «servir de cobaya» del laboratorio que montó EEUU para «beneficio de sus científicos».

La investigadora Hiroko Takahashi insiste en que la infamia de las bombas de Hiroshima y Nagasaki fue más allá del lanzamiento: «EEUU impuso la censura y limitó toda la información al respecto. Los médicos japoneses no tuvieron acceso a las investigaciones sobre las radiaciones mientras decenas de miles de personas seguían muriendo y padeciendo terribles sufrimientos».

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