El debate sobre una normativa polémica

El mito de los horarios comerciales

En muchas ciudades no hay restricción horaria y en ellas abundan y prosperan los pequeños negocios

JAIME SABAL

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Un principio fundamental que rige en toda sociedad moderna es que los ciudadanos deben gozar de las más amplias libertades y que las mismas deben ser coartadas solamente cuando quede justificado que es necesario para el beneficio de la comunidad en general. En otras palabras, el beneficio de la mayoría debe claramente compensar el coste de la restricción de libertades.

Como sabemos, en nuestra comunidad se restringen actualmente los horarios comerciales. En términos generales, salvo algunas excepciones como panaderías, farmacias, gasolineras y otros, los comercios tienen limitado el número de horas que pueden abrir cada día a lo largo de la semana, así como la hora máxima en que deben cerrar. Igualmente está prohibido operar durante ciertos días del año.

Veamos si esta normativa está realmente justificada de acuerdo al principio de libertades individuales expuesto anteriormente. A primera vista no habría ningún argumento para prohibir a los comerciantes abrir sus negocios cuando les parezca adecuado. Tampoco habría razón alguna para que los consumidores se vean imposibilitados de comprar durante ciertos días y horas. En general, si un comerciante y un consumidor desean hacer una determinada transacción no debería haber nada que se lo impidiese ya que se trata de algo que solo les afecta a ellos personalmente. Por tanto, parecería que no existe motivo para la limitación en los horarios comerciales.

Cuando se les hace este planteamiento, los políticos partidarios de la restricción responden que se persigue preservar la existencia de pequeños comercios que dan un valioso servicio personalizado a la población: como bares, lavanderías, peluquerías, tiendas e infinidad de negocios que, a lo largo del tiempo, desarrollan una relación de fidelidad y hasta de amistad con la clientela del vecindario. Se argumenta que es parte de la cultura de nuestras ciudades, una cultura que nos hace, en cierta forma, especiales y por lo tanto no nos conviene alterarla. La presunción es que vivimos en un ambiente en el que tanto los comerciantes como los consumidores están muy felices.

Me pregunto cómo la libertad de horarios podría alterar este tejido comercial de vecindad y, con ello, nuestra felicidad y cultura. Después de todo, si los consumidores se sienten tan contentos con la situación actual, rara vez recurrirían a negocios que no estén en su vecindario, ni comprarían fuera de los horarios actuales, ni tampoco los domingos o días festivos. Si a algún comerciante se le ocurriese ampliar sus horarios y días de trabajo, ello no aumentaría significativamente sus ventas puesto que muy pocos clientes acudirían a sus puertas fuera de las horas tradicionales. Sería un rotundo fracaso.

Entonces, ¿para qué molestarse en acortar los horarios para proteger a los negocios del vecindario, si a fin de cuentas no necesitan protección alguna?

Siendo más realistas, supongamos que hay consumidores que no están tan contentos y que efectivamente acudirían a aquellos establecimientos que decidiesen ampliar horarios: ¿atentaría ello realmente contra la cultura del pequeño negocio de vecindad? Si nos guiamos por lo que sucede en algunas ciudades en que no existen estas restricciones, como Nueva York, vemos que en ellas abundan y prosperan los pequeños comercios. Por lo tanto, la evidencia no corrobora los temores de nuestros políticos. Lo que sí es cierto es que estos establecimientos casi siempre se ven obligados a ampliar sus horarios para seguir siendo competitivos.

Creo que la verdadera causa de esta normativa es que la gran mayoría de comerciantes no desea la ampliación de horarios porque, efectivamente, para sobrevivir seguramente tendrían que trabajar más o contratar empleados. Estos comerciantes han tenido éxito ejerciendo presión sobre los partidos políticos para que se mantenga la situación actual. Y ello se ha hecho de tal manera que a lo largo de los años el grueso de la población se ha convencido del mito de que la restricción de horarios es lo más conveniente para todos. Incluso es muy posible que muchos políticos también se lo hayan terminado creyendo.

Mientras se mantenga el mito de los horarios comerciales las cosas no cambiarán y los pequeños comerciantes continuarán beneficiándose a costa de los derechos de la inmensa mayoría de los consumidores.