Viaje a Oriente en primera

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JOAN BARRIL

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Antes la gente se moría, ¿no es cierto?». La señora Engracia, en la cabecera de la mesa, había hablado. Y esa misma mesa había quedado muda. Ni los abuelos ni los hijos de los abuelos ni los nietos de los abuelos sabían qué decir. Para ellos la muerte no era un tema de conversación. La señora Engracia insistía: «Antes la gente no vivía tanto». Nadie sabía la edad de la señora Engracia, de la misma manera que nadie sabe los años que lleva un mueble en la salita.

La señora Engracia era una amiga de la familia. Sin ser pariente de nadie, era la superbisabuela de todos. Más de 90, pero en plena forma. Cuando la familia se reunía en esos festejos gastronómicos siempre había una silla presidencial para la decana Engracia. Llegaba sola y se iba igualmente sola. A veces se quedaba adormecida sobre un periódico y, al despertarse, solía decir cosas de otro tiempo, como si el sueño la llevara a su juventud y se sorprendiera constantemente de un mundo que se le escapaba.

O sea, que la señora Engracia acababa de decir que antes la gente se moría y los nietos más pequeños repreguntaban a sus padres: «Es que ahora no nos vamos a morir jamás, papá?». Y los padres tenían que sacar argumentos de debajo de las piedras para advertir a sus hijos de que no eran inmortales. Es más, para prevenirles de que en cualquier curva de la carretera o en el fondo de las jeringuillas podían encontrar una muerte agazapada. «Son cosas de la señora Engracia. Como ella es muy mayor se aburre y desea que algún día la muerte se la lleve». Y los nietos y biznietos la miraban y en sus manos de dedos largos veían más caricias que huesos. Y en la frente de la señora Engracia se dibujaban más sueños que calaveras. Tenía 21 años cuando llegó la República y fue la primera mujer que votó, porque fue la primera que entró en un colegio electoral, presidido por un hombre que tenía prisa, en el este del país, lo cual indica que el sol sale más temprano.

Pero no porque el sol salga más temprano la vida se acaba cuando se debería acabar. En la mesa ya no se hablaba de la muerte. Alguien tuvo la ocurrencia de comentar algo sobre el sida. De vez en cuando la familia miraba a la señora Engracia, una mujer que ocultaba con eufemismos antiguos las cosas relacionadas con el sexo. La señora Engracia no decía hacer el amor, por supuesto no pronunciaba la palabra follar. Se limitaba a decir que su marido la buscaba para «hacer broma». Así contaba su vida la señora Engracia. Viviendo sin decir. Gozando sin admitir. Y pensando en la muerte como algo que se estaba retrasando demasiado porque, según ella, ya nadie se moría. «Eso del sida yo ya lo conozco». De nuevo consternación en la mesa. «Yo ya viví un tiempo en el que a los que estaban enfermos se les apartaba. Nadie quería ir a verles y a los niños se les decía que sobre todo ni se les ocurriera dar un beso a los enfermos. Ahora se le llama sida pero antes decíamos que tenían tuberculosis».

Las enfermedades pueden catalogarse por el virus o por los efectos. Y la señora Engracia, atenta lectora de periódicos, era de las que creía que lo más grave de las enfermedades era la exclusión y la soledad. «En fin: que como decíamos, ahora la gente ya no muere como antes. Los que llegan a viejos, viejos nos quedamos. Y así pasan los días. Esperando una muerte que se quedó en el siglo pasado».

Se levantó la señora Engracia y toda la familia la acompañó a la puerta. La vieron marchar con paso corto y seguro. «La esperamos dentro de un par de meses. Recuerde que es el cumpleaños de Juanito». Y la señora Engracia, en cuanto les hubo perdido de vista, fue a su casa a levantar la baldosa bajo la que se ocultaba su pequeña fortuna. Al día siguiente sacó un billete para un país oriental y lejano. Llegó al aeropuerto y en el avión la acomodaron en una butaca de primera. Rozó el cielo con la punta de las alas y muchas horas después, al llegar al aeropuerto de destino, le bastó media hora de cola en el control de pasaportes para empezar a sentir fiebre y una cierta dificultad de respirar. Una enfermera con mascarilla le tomó la temperatura, la metieron en una ambulancia y la llevaron a un hospital de gente dulce y resignada, con ojos rasgados y un profundo sentido de los ritmos de la vida. Poco antes de morir, la señora Engracia escribió una postal a Juanito excusándose por no asistir a su fiesta de cumpleaños. Por delicadeza no quiso decir que había ido a buscar una muerte tranquila y acompañada.