Análisis
Las pateras son el síntoma, no la enfermedad
Iván Martín
Investigador sénior del CIDOB
IVÁN MARTÍN
Desde enero de este año han sido interceptados en pateras en las costas españolas unos 1.300 refugiados -pues eso es lo que son, refugiados políticos o refugiados económicos-, la inmensa mayoría de ellos subsaharianos y casi todos en el último mes y medio (más de 1.000 entre ayer y anteayer). Los medios destacan que desde la crisis de los cayucos procedentes de Mauritania en el 2006 no se había producido una «avalancha de inmigrantes irregulares» tan importante. Y los políticos insisten en las medidas de control físico y electrónico en las fronteras de Ceuta y Melilla y en las aguas del estrecho de Gibraltar.
Sin embargo, es importante contextualizar esta realidad. En primer lugar, las cifras de refugiados que llegan a nuestras costas -solo una vez dentro del territorio europeo se convierten eventualmente en inmigrantes irregulares- siguen siendo insignificantes en relación con la realidad africana o incluso con los flujos de refugiados de nuestro entorno mediterráneo. Solo en los últimos días de julio, un país como Túnez recibió en sus fronteras, según el ministro de Exteriores, «entre cinco mil y seis mil» personas que huían de los combates entre facciones en Libia, en muchos casos inmigrantes de terceros países. Al igual que tras la revolución libia en el 2011, en la reacción de la población tunecina ha prevalecido hasta ahora la solidaridad.
En Europa, desde que Italia lanzó la operación Mare Nostrum en octubre del 2013, tras la tragedia de Lampedusa, la Marina italiana ha rescatado a más de 120.000 refugiados (93.000 entre enero y julio del 2014), con un coste de 89 millones de euros. Y no parece que eso esté haciendo temblar los cimientos de la sociedad italiana. La clave parece estar, por tanto, en la voluntad política y el grado de solidaridad social para afrontar el problema, no en las cifras.
Solidaridad y libre circulación
En cualquier caso, estas oleadas recurrentes de refugiados subsaharianos, lleguen por tierra o por mar, plantean dos cuestiones mayores. La primera, más táctica, es la de la solidaridad europea. Como acertadamente sostienen España e Italia sin mucho éxito, no hay ninguna razón, en un espacio de libre circulación sin fronteras como es la UE, para que los estados fronterizos soporten toda la carga de su acogida. Italia parece estar reaccionando a esta falta de sensibilidad europea permitiendo la salida hacia otros países de muchos de los refugiados que rescata, lo que alimenta a medio plazo otra crisis del sistema de libre circulación.
La segunda cuestión, y más importante, remite a la verdadera enfermedad. Ni el nuevo orden internacional en los años 70, ni la globalización y la liberalización comercial de los 80 y los 90, ni la pujanza de los nuevos países emergentes en los años 2000, ni casi cinco décadas de cooperación al desarrollo (más de 100.000 millones de euros en el 2012 en todo el mundo, un 10% más que en el 2008), han logrado reducir las enormes diferencias de condiciones de vida entre el África subsahariana y Europa. En el subcontinente africano, más de 400 de sus 940 millones de habitantes viven con unos ingresos de menos de 95 céntimos de euro al día (menos de 350 euros al año) y unos 240 millones pasan hambre. Mientras, entre el 2008 y el 2013 España redujo su cooperación al desarrollo desde casi 5.000 millones de euros a poco más de 2.000 millones (del 0,5% al 0,2% del PIB) como consecuencia de una crisis que ha hecho pasar el PIB per cápita nacional de 23.900 a 22.300 euros por habitante.
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