El recurso a la opacidad
¿No más indultos?
Lo más decente, justo y democrático sería que se derogara la medida de gracia para siempre jamás
Joan Ridao
Profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona y letrado mayor del Parlament. Exsecretario general de ERC
JOAN RIDAO
El rechazo social que provocan los delitos de corrupción política es uno de los elementos que acaba de valorar el Tribunal Supremo para informar desfavorablemente a la solicitud de indulto del expresidente de Baleares Jaume Matas, condenado a nueve meses de cárcel por tráfico de influencias. El alto tribunal, coincidiendo con el criterio de la fiscalía, considera que en la petición no concurren las causas de equidad y justicia que exige la ley y que la concesión de privilegios a condenados por corrupción provoca censura social. Este criterio coincide con el reciente anuncio del ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, que hace unos días aseveró que el Gobierno no va a indultar más condenados por este tipo de delitos.
EL CASO DE Matas, en «el corredor del indulto» desde hace algún tiempo, puede comportar un signo de leve inflexión. No en vano, todos los gobiernos españoles, de cualquier signo político, han indultado. La nómina incluye banqueros, políticos, altos funcionarios y hasta policías torturadores, que han logrado extinguir su responsabilidad penal. Esto es, que aun siendo culpables, a diferencia de un amnistiado, obtienen la remisión de todas sus penas no cumplidas, la reducción de años de reclusión o la conmutación de una multa para poder eludir la cárcel. La ley que regula la concesión de indultos se remonta al 18 de junio de 1870. Algunos años antes, las liberales Cortes de Cádiz debatieron la vigencia de un derecho de gracia que le fue otorgado al monarca en el antiguo régimen. Pese a ello, se le volvió a permitir al rey mantener esa prerrogativa, sin control alguno, por considerarse que aún era necesario moderar un derecho penal que, en la época, se resentía «de la barbarie gótica», a decir del diputado doceañista Vicente Tomás Traver. Dos siglos más tarde, el indulto está del Gobierno y su fundamento decimonónico no ha variado: el que indulta lo hace a quien quiere, cuando quiere y como quiere.
Además, nadie sabe a ciencia cierta cuántos indultos se conceden ni el motivo que los ampara. La información es pública, está en el BOE, puede objetarse. Pero obtenerla es una auténtica odisea. Por ello, la Fundación Ciudadana Civio ha llegado a crear una web (El indultómetro), que constituye una información más que relevante y permite rastrear todos los indultos concedidos desde 1996. Así, gracias a sus pesquisas sabemos que en las cinco legislaturas que van desde 1996 hasta el 2013, los gobiernos españoles han concedido hasta 10.158 indultos: 3.580 de los cuales por delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico, y 249 por delitos contra la hacienda pública o por casos de malversación de caudales públicos o prevaricación. Solo en el 2012 se concedieron 534 indultos, frente a los 301 del año anterior, cifra que palidece ante los 1.443 indultos que Ángel Acebes, a la sazón ministro de Justicia, otorgó de golpe en diciembre del 2000 bajo el pretexto de una petición del Papa y por la coincidencia con el fin del milenio y el 22º aniversario de la Constitución. En contraste, Barack Obama ha otorgado una veintena de indultos desde que fue elegido presidente de EEUU en el 2008. Para más inri, la precitada ley de 1870 fue reformada en 1988, por el Gobierno socialista de Felipe González, para eliminar el llamado «decreto motivado» que acompañaba la promulgación del indulto por real decreto. No cabe mayor opacidad. Además de que es dudosamente constitucional, porque la Carta Magna proscribe en el artículo nueve la arbitrariedad de los poderes públicos. Y porque atenta contra principios, también constitucionales, como el de igualdad o el de seguridad jurídica.
pero LOS inconvenientes no acaban ahí. El verdadero dilema surge cuando la decisión del Ministerio de Justicia y luego del Consejo de Ministros colisiona con el criterio de jueces y tribunales sentenciadores, que a menudo desaconsejan su concesión. En todo caso, se produce una clara intromisión del poder ejecutivo en el judicial, anulando la división de poderes, sin la que no puede hablarse de una verdadera democracia. Quizá por ello, hace algún tiempo, un grupo de jueces suscribieron un manifiesto tildando el indulto a unos mossos de indigno e impropio de un Estado de derecho. Por todo ello, en el mejor de los casos, el indulto debería reservarse a supuestos muy tasados y ejercitarse en base a criterios de equidad y proporcionalidad, además de estar sometido al control de la jurisdicción ordinaria con objeto de evitar su uso abusivo. Y en ningún caso aplicarse a supuestos de tortura, terrorismo, delitos económicos, electorales o, como propone ahora el ministro del ramo, a los delitos de corrupción. Ello no obstante, lo más decente, lo más justo y democrático sería derogarlo por siempre jamás.
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