Peccata minuta
Muchas gracias, Alfredo
De vez en cuando a uno le toca encaramarse al AVE para resolver algún asunto madrileño y, antes de despegar de Sants, se apercibe de que el viajero que se sienta detrás suyo se parece enormemente a Alfredo Pérez Rubalcaba. Y mientras le mira para salir de dudas, el mirado también le mira a él, se cruzan los ojos y entonces no queda otro remedio que decir «mucho gusto, señor Pérez Rubalcaba», mientras las manos se encuentran y el otro responde «encantado», o algo así. Y uno celebra que el jefe de la oposición viaje en clase turista y no como Josep Bargalló o Carod-Rovira, con quienes a uno le tocó compartir viajes a Madrid y Nueva York (el primero en clase club y el segundo, con un gran séquito perfectamente inútil, en primera, guardaespaldas incluido).
Y al cabo de un rato uno ve que Pérez Rubalcaba regresa de la cafetería con un apetitoso bikini (mixto de jamón y queso, en lengua madrileña) y un botellín de agua mineral, y él y sus jugos gástricos se acuerdan de que casi no han desayunado y les entra una urgencia vital de ingerir algo (¡un espléndido bikini con su burbujeante coca-cola!). Y busca y rebusca la cartera en los bolsillos de su chaqueta, pero no la encuentra, hurga en el mínimo maletín para una sola noche y tampoco, se arrodilla como un perro para ver si sus tarjetas de crédito, sus billetitos y su T-10 han caído debajo de los asientos, pero nada: cartera definitivamente perdida.
Un billete de cinco
Y cuando uno se sabe definitivamente mísero y hambriento hasta llegar a Madrid, donde aún le queda algún amigo, no ve otra solución que pedirle un préstamo a su muy reciente amigo el secretario general del PSOE. «Perdona, Alfredo, he perdido la cartera. ¿Te importaría dejarme algo para comer?». Y él: «¡Solo faltaría, hombre!», mientras saca del bolsillo del pantalón tres billetes: uno de 50, uno de 20 y uno de 5. Por tonta dignidad opté por el pequeño, a pesar de que sabía que no me alcanzaría para el soñado y tostado pan inglés con jamón y queso, que, con refresco, costaba siete. Entretuve al hambre con un pack de escuchimizados salchichoncetes, unos palitos y una coca-cola que se ajustaron exactamente a mi presupuesto.
Por la noche, ya cenado y con algún dinerito en el bolsillo, coincidí en un bar cercano a la plaza de Santa Ana con el diputado republicano Joan Tardà, quien, al referirle la anécdota, me instó, absolutamente en broma, a no devolverle el préstamo a mi protector a cuenta de lo que Madrid nos roba. No sé si confiarle el dinero a Pere Navarro y pedirle que se lo entregue a Pérez Rubalcaba cuando se vean, o introducir un billetito de cinco euros dentro de un sobre dirigido a la sede de Ferraz a nombre de mi bienhechor con una nota que diga simplemente: «Muchas gracias, Alfredo».
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