La calidad de la democracia

Poca credibilidad

El programa de Évole sobre el 23-F nos recuerda que en España la Administración es escasamente transparente

ANTONI SERRA RAMONEDA

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Fueron numerosos quienes, en uno u otro momento, estuvieron convencidos de que el relato de los acontecimientos del 23-F que les ofrecía el programa de Jordi Évole el domingo pasado era cierto o cuando menos verosímil. Hay varias razones que explican este impacto de un montaje audiovisual que, analizado fríamente, rezumaba incongruencias por todos los poros. Ciertamente, fue una nueva demostración de que la caja boba puede hacernos comulgar con ruedas de molino cuando la manejan manos expertas, lo que la convierte en un instrumento peligroso y explica el afán de los partidos por controlarla.

Pero una razón adicional explica la considerable credulidad que la audiencia otorgó a la fantasiosa explicación. Nace de las serias dudas que muchos ciudadanos albergan sobre la veracidad de la versión oficial sobre el conjunto de acontecimientos que integran el denominado tejerazo. Dudas que se refuerzan cuando se conoce que, 33 años después, la Administración ha decidido mantener bajo secreto todos los documentos que posee y que podrían precisar lo realmente ocurrido. Por cierto, bueno es recordar que fueron solo 16 los años necesarios para que todos los documentos reservados sobre la muerte de la princesa Diana se hicieran públicos, con lo que se apagaron los rumores sobre las causas del accidente. Al acabar la retransmisión urdida por Évole se disiparon las dudas sobre la veracidad de su contenido, pero estoy convencido de que su efecto indirecto fue una estimación al alza de la distancia entre lo que oficialmente se nos ha explicado y la historia verdadera, es decir, del grosor de la barredura que la Administración guarda bajo las alfombras.

La opacidad ha sido una norma de conducta muy generalizada en nuestras instancias públicas. Y ha hecho mucho daño a la credibilidad de nuestros políticos y, por lo tanto, a nuestra democracia. La información que se suministra a la ciudadanía es escasa, y a menudo sesgada y confusa. Cuando se pretende una mayor precisión, la respuesta de los responsables suele ser el silencio o la simple negativa, a veces con la excusa de la indisponibilidad de los datos solicitados. En mis propias carnes he comprobado estas dos características al pretender profundizar sobre alguna cuestión relacionada con nuestra Administración. Me fue imposible, por ejemplo, cuantificar la distribución territorial de los gastos e inversiones del Ministerio de Cultura para ver hasta qué punto las tan discutidas balanzas fiscales autonómicas reposan sobre datos comprobables.

Conste que ya teníamos una legislación que reconocía el derecho de los ciudadanos a ser atendidos en sus peticiones de información y obligaba a una transparencia apreciable en todas las actuaciones administrativas. Pero no parece que la norma fuera estrictamente respetada por aquellos a quienes obligaba. Para corregir esta disfunción, en lugar de aumentar la exigencia del cumplimiento de la normativa en vigor se aprobó a principios de diciembre una nueva ley denominada «de transparencia, acceso a la información y buen gobierno». En su preámbulo se hace propósito de enmienda y se promete que a partir de su promulgación se resolverán las insuficiencias e incumplimientos del pretérito. Aunque algunos partidos con representación parlamentaria la criticaron por tímida en su pretensión reformadora, esperemos que sea un paso adelante que perfeccione el funcionamiento de nuestra democracia.

¿Evitará este nuevo marco legal escenas tan penosas como las vividas cuando escuchamos explicaciones sucesivas totalmente discrepantes sobre los desgraciados hechos de Melilla que acabaron con el fallecimiento de 15 subsaharianos? Lo ignoro. ¿Sabremos llegado el momento cuánto ha costado a los contribuyentes la ampliación del canal de Panamá por una empresa privada que, al parecer, para ganar el concurso hizo una oferta que si no llegaba a temeraria se le acercaba mucho? Esperémoslo.

Pero una condición previa para que la nueva legislación surta los efectos que pretende es que nuestros políticos y los funcionarios que de ellos dependen recuperen credibilidad. Credibilidad que ahora tienen a un nivel bajo, como demuestran muchas encuestas y la veracidad que tantos telespectadores dieron al imaginativo y casi surrealista programa de Évole, que Alfonso Guerra ha descrito como «payasada monumental, tomadura de pelo y falta de respeto». Mal iríamos si muchos de nuestros dirigentes participaran de la opinión del incisivo sevillano. Porque verían la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. Sería indicio de una mala predisposición para que los propósitos de enmienda del preámbulo de la flamante ley de transparencia sean algo más que papel mojado. Precisamente, lo que menos conviene a la consolidación de nuestra aún endeble democracia. Economista.