DEFENSORA DE LA IGUALDAD

¡Campana y se acabó!

EVA PERUGA

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Bajito, sin que se note y, sobre todo, sin ponerle nombre. La sospechosa moda antietiquetaje nos ha llevado a la confución. Me refiero, aquí, a la forma política de abordar la desigualdad entre hombres y mujeres. Ellas depositaron su fe en el concepto anglosajón 'mainstream' (transversalidad) gracias al que los avances contra el desequilibrio debían impregnar todas las políticas y sus respectivas partidas. Así, escudriñando los programas del iniciado ciclo electoral en diversos puntos del mundo salta a la vista que cuestiones directamente vinculadas al fin de la desigualdad ocupan un ridículo apartado si lo comparamos a los dedicados -volvemos a los orígenes- a la inmigración y a los jóvenes. Si el fracaso es una gran oportunidad para empezar otra vez con más inteligencia, como decía Henry Ford, tomemos nota.

Con esa luz en algún tunel, la crisis ha dejado el estado de la igualdad muy mal parado. La transversalidad no ha corregido el mayor precio pagado por las féminas en las esferas sociales y laborales. Liderar significa dar ejemplo, leí recientemente. La expresión del sentido común no parece asistir a las personas que pretenden enderezar la balanza entre hombres y mujeres. Porque el innovilismo es una ficción que solo parecen detectar los colectivos como los que han agitado las aguas en Francia hasta reconducirlas al lecho deseado, provocando la marcha atrás de unas políticas sobre la familia, directamente dirigida a decantar el fiel. Transcurre sin grandes rasgaduras de vestiduras. La candidata socialista a la alcaldía de París, Anne Hidalgo, criticó la arriada de François Hollande. Dos mujeres se disputan el gran ayuntamiento, aunque debería ser evidente que su acción política -como la de todas las mujeres- necesitaría disponer de un contenido favorable a crear las condiciones para la igualdad. Hablar de modelos sin hacer un enfásis general en la resolución de la desigualdad conduce a titulares a medio camino.

El soterramiento de estas políticas directas transcurre también sin la menor intención de recoger las rupturas teóricas de la teoría feminista respecto a los análisis políticos convencionales: la crítica fundamental de la noción de política y la reconceptualización del Estado y de la ciudadanía. Sin llegar a tanto, si es bien cierto que la igualdad es, en sí, un proyecto político a pesar de todo el esfuerzo y las complicidades para darle carácter de verso suelto, bonita forma de aislarlo y matenerlo al margen.

El camino no es otro más que la entrada con peso en los programas de las formaciones políticas para conseguir la materialización de las acciones necesarias para romper la desigualdad. Y, con ello, ir encerrando en el trastero multitud de estereotipos, como el de la complementariedad entre hombre y mujer, cuyo fin disimulado es el mantenimiento de la diferencia general de oportunidades. Si el discurso de la igualdad no es puntero y central, si se esconde es porque la influencia del miedo al cambio de paradigma pesa más de lo admitido, porque la visión del feminismo mantiene la estela del desprestigio y la radicalidad inoculados en la sociedad.

Las mujeres son capaces de hacer cualquier cosa y se andará por la recta vía si punto a punto esta agenda resbala entre departamentos y se consiente que se tilde de agresiva. La violencia de género, por ejemplo, no es un apartado o un artículo, es la máxima consecuencia de una diferencia de trato social, religioso, político y económico entre hombres y mujeres. Si como quieren hacer pensar estos son tiempos de síntesis, resulta incomprensible que las teorías políticas feministas no entren en el debate con el resto de teorías políticas. Aunque solo sea para acabar con esa tóxico dardo de que el antónimo de machismo es feminismo. ¡Campana y se acabó!