La encrucijada catalana

El futuro no fue escrito en 1714

Necesitamos una Constitución que recoja las diferencias entre los territorios de una España federal

JUAN F. LÓPEZ AGUILAR

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El anuncio de Artur Más de su intención de convocar un referendo en noviembre del 2014, con dos preguntas equivocas, no puede ser despachado con brocha gorda ni sorteado con luces cortas. Sí, es la coronación de una hoja de ruta lanzada a un callejón sin salida, pero el problema es real.

De un lado, las fuerzas que sostienen al Govern ganan un tiempo útil en el corto plazo -para aprobar sus Presupuestos, más antisociales que nunca- y le aplican una vuelta de tuerca adicional a su victimismo ramplón («en España no nos dejan decidir»). De otro lado, la derecha española lleva mucho tiempo instalada en un constitucionalismo converso, con el que golpea en la cabeza a los irredentos que no aceptan sus lecturas retrógradas y superficiales de una Constitución que nunca han tomado lo bastante en serio. Como si la interposición de recursos ante el TC (con su consiguiente efecto paralizador de la convocatoria) fuese una respuesta al problema. No lo es. Cuando nos despertemos, el dinosaurio continuará estando allí, y tendremos que afrontarlo.

No es verdad que la democracia consista en decidir sobre cualquier cosa, de cualquier modo, ni acordar en cualquier momento quién decide, sobre qué decide y cuándo toca, siendo ello una premisa existencial de todo sistema político que merezca llamarse democrático. Sin esas reglas de juego para la convivencia, no hay decisión por mayoría que pueda ser aceptable: no lo será sí viola los derechos de las minorías y de los ciudadanos; no lo será si viola la garantía de los derechos fundamentales en riesgo, no lo será si viola las normas y procedimientos que identifican cuándo y quiénes deciden sobre nuestra voluntad de ser, dejar de ser o seguir siendo una comunidad democráticamente constituida. Pero de lo que no cabe duda es que es democráticamente como tenemos que abordar y resolver este reto. Porque este es el más grave pulso independentista al que hayamos asistido desde que hay democracia en España, ante el que palidece lo que se llamó Plan Ibarretxe.

La independencia de Catalunya no debe ser decidida en una fractura binaria de la sociedad catalana. La tensión acumulada no es una confrontación de «Catalunya contra España», ni tan siquiera lo es «contra el resto de España». Es una confrontación entre dos formas distintas de ser y sentirse catalanes: entre los que exaltan su identidad en oposición a cualquier otra, y los que desean vivirla y disfrutarla en su compatibilidad abierta a otras identidades múltiples: territorial, nacional, europea, internacional y global. ¿Qué harán los independentistas para acomodar los derechos de quienes votasen que no a la/s pregunta/s que les fuerzan a escindir su identidad? ¿Qué harán los derrotados el día siguiente? ¿Aquietarse, organizarse, resistir, contraatacar, emigrar, abandonar Catalunya o cambiar de pasaporte?

Las hechuras de la convivencia entre españoles, y en España, se enfrentan hoy a un desafío como no habíamos conocido y es cada vez más evidente que es urgente rehacerlas antes de que la desafección y el desapego desmoronen o devoren lo construido hasta la fecha, pero es que este problema trasciende a la posición de Catalunya en España y en la UE. Reinventar la Constitución y el modelo de Estado es una tarea impostergable, requerida de estadistas de mirada larga, con una visión histórica y un enorme sentido de la responsabilidad.

Regates en el corto plazo, CiU, ERC -y con ellos buena parte de un sistema de medios de comunicación cada vez más entrampados en la financiación institucional, más decisiva que nunca en la interminable crisis- pretenden seguir exasperando la confrontación con quienes tienen la obligación de guardar las normas en vigor. Como si la afirmación de la estatalidad inaugurase una aurora dorada en la que solo por eso desaparecerían las desigualdades, ajustes de cuentas contra el Estado social, abusos de poder y corrupciones que se han exasperado -en Catalunya y en toda España- a rebufo de la crisis.

Este, es por el contrario, el momento de liderar en serio

-con una política de Estado requerida de estadistas de talla- una gran operación de reforma constitucional que haga por fin y de una vez lo que no fue posible hacer en 1978: constitucionalizar la estructura del Estado. Reconocer en ella los hechos diferenciales y sus singularidades constitucionalmente relevantes. Hay que reintegrar Catalunya en una España federal, con todos los catalanes y los demás españoles dentro. En un nuevo proyecto común de convivencia con nuevas reglas de encaje (cláusulas identitarias, competencias, financiación) abiertas a la conjugación de una ciudadanía catalana, española y europea, comprometida con el mundo en la globalización.