Policías de mentira

Vigilantes de seguridad privada en un centro comercial de Barcelona.

Vigilantes de seguridad privada en un centro comercial de Barcelona.

VERÓNICA FUMANAL

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Últimamente, la seguridad pública está en el objetivo de la polémica política y mediática. En Catalunya son muchos los casos que evidencian la necesidad de repensar el modelo y los operativos: el desalojo de la plaza de Catalunya en mayo del 2012, las denuncias de la comisaría de Les Corts, el 'caso Quintana', el 'caso Raval',... son solo algunos de los polémicos sucesos que han puesto en tela de juicio a nuestra policía. Sin embargo, estos casos no pueden ni deben empañar miles de actuaciones policiales que de manera ejemplar y diligente se llevan a cabo diariamente.

La consecuencia política de todas estas actuaciones y del supuesto “replanteamiento” del modelo que desde el Govern se está haciendo, concluye en la prohibición de las pelotas de goma que se ha aprobado en Catalunya. Si bien es un primer paso, supone poner un parche que mediáticamente funciona, pero que esconde la incapacidad de hacer las reformas que nuestro modelo policial necesita bajo la premisa de uno de los estudiosos más reconocidos de esta material que la define como “la fuerza tranquila de la inteligencia”.

"¿Cómo un vigilante podrá saber si alguien es sospechoso de un delito si no conoce el ordenamiento jurídico?¿Qué garantías tendrá un ciudadano si un vigilante no ha sido instruido en cómo se lleva a cabo una detención legal?"

Pero aún más preocupante si cabe, son las reformas que el PP, con el apoyo de PNV y CiU, han aprobado en el Congreso de los Diputados. La ley de seguridad ciudadana y la ley de seguridad privada suponen un cambio del paradigma de nuestro modelo de seguridad que merece un toque de atención. La primera recorta, por la puerta de atrás, derechos fundamentales como la libertad de expresión y manifestación. Y la segunda, privatiza el que antes era el monopolio de la violencia legítima del estado, que ahora pasara a ser un suculento negocio para las empresas privadas.

Centrándonos en las consecuencias de la aprobación de la ley de seguridad privada, la nueva legislación abre la puerta a la privatización de la seguridad pública, dejando en manos privadas algo tan sensible como es la ordenación de la convivencia en el espacio público. A partir de ahora, si las autoridades lo autorizan, cualquier vigilante podrá detener, cachear e identificar a un ciudadano si es sospechoso de cometer un delito.

Sin embargo, la formación de estos vigilantes, como denuncia el Sindicato Unificado de Policía, dura alrededor de un mes, cuando el de un policía es de un mínimo de dos años. ¿Cómo un vigilante podrá saber si alguien es sospechoso de un delito si no conoce el ordenamiento jurídico? ¿Qué garantías tendrá un ciudadano si un vigilante no ha sido instruido en cómo se lleva a cabo una detención legal? ¿Se regulará el sistema de captación e instrucción de estos vigilantes para homologarlos a unos policías de verdad? El Gobierno niega que los vigilantes puedan realizar detenciones arbitrarias, pero ¿Bajo qué criterios? Y sobre todo, ¿A quién podremos pedir responsabilidades los ciudadanos sobre las actuaciones de los vigilantes, a un libro de reclamaciones?

Las perspectivas son inquietantes. Y, aunque imperfecta, reivindico una policía pública y democrática.

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