Millones de euros, millones de parados

Nos hallamos en una situación de emergencia que requiere un pacto político, económico y social

SALVADOR GINER

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El otro día, el vicepresidente de un notorio banco español, caballero en posesión de antecedentes penales, decidió jubilarse. El banco, agradecido, le atribuyó 88 millones de euros para que los dorados años que le restan le sean leves. Justo entonces se acababa de conocer la cifra oficial de parados en España. Ha superado con creces la cota de los seis millones, que en un país como el nuestro supone acercarse a casi el del 30 % de la población en condiciones de trabajar. (Para ser precisos, el 27,16 %, y ello con más de la mitad de los jóvenes sin empleo).

Si esta no es una situación de emergencia y no requiere un pacto entre las diversas fuerzas políticas, sindicales, patronales y hasta profesionales (sus doctores tiene la ciudadanía), ya me dirán ustedes qué es lo que, en rigor, constituye una situación de emergencia. Esta lo es. Pero nuestro Gobierno no se entera. Sus miembros sonríen, inescrutables. La sonrisa de su presidente es la mueca impertérrita de quien no reconoce responsabilidad a pesar de lo obvio de su culpa.

Nosotros no. Algunos ya reconocen que se equivocaron al votarle. ¿Tuvieron acaso una reacción primitiva de hartazgo ante las repetidas incompetencias del blandengue Gobierno deZapatero? A quien por cierto ya no vale reprocharle nada, aunque sí lo haga el actual Gobierno como si hubiera alcanzado el poder hace solo un par de días. Se creyeron lo del liberalismo económico a ultranza (eso sí, con despidos muy millonarios a los gerentes de la catástrofe) y lo aplicaron con ahínco, sin encomendarse al diablo. (A Dios sí que se encomiendan, por lo que sabe uno de sus creencias teológicas).

Tampoco se dan por enterados sus ministros de la visión de la economía y el bien común propia de gentes más solidarias que ellos. Pero como estas están en la oposición, no les ofrecen ni pan ni sal. En el puro estilo del ordeno y mando deben de pensar que ya les juzgará la historia. Pero la historia no juzga, ¡ay! Solo juzgan los ciudadanos. Los de mañana también, pero la historia no juzga. No vayamos a pensar a la usanza del último dictador, cuando el siniestro personaje sostenía aquello de ser solo «responsable ante Dios y ante la historia».

Ellos tienen sus soluciones. Cepillarse la mitad de la inversión en investigación científica y en su desarrollo. (Ya inventan los demás, como decía aquél.) Hundir las a yudas a la cultura o subir los impuestos a esta molesta faceta de la vida espiritual humana. (No vayamos a hacernos todos «filósofos críticos», como decía, horror de horrores,Karl Marxcon esto de la cultura.) Sobre todo, lo que hay que hacer es ayudar a la banca desahuciadora. Como a ningún rico lo van a desahuciar, para qué molestarse con el pueblo llano y sus cuitas hipotecarias. Este, el pueblo, es muy útil, sobre todo cuando les vota. Finalmente, recórtese en educación pública, universidades desesperadas, y pónganse cirios a doñaAngela, la encantadora prusiana que nuestro destino dirige con firme pulso y convicciones luteranas.

No toda la responsabilidad es del Gobierno. También lo es nuestra. Eso lo vieron con meridiana claridad quienes se manifestaron espontáneamente contra tanta estupidez económica en la Puerta del Sol y en la plaza de Catalunya, primero, y luego frente a la catedral de San Pablo, en Londres, o en Wall

Street, en Nueva York. La lástima fue, o es, una cierta simplificación de sus propuestas y análisis. Algunos de sus inspiradores continúan hoy en el tajo. Enhorabuena. Pero mi modesta proposición -que se sepa argumentar coherentemente frente a los foros del poder y no solo mediante llamadas a la indignación popular- sigue en pie. Las clases gobernantes tienen el casi monopolio de la voz y la palabra. Los indignados solo tienen voz, desde su margen. Una voz a menudo trivializada por el circo mediático.

Dentro de las democracias liberales, la elaboración de un programa creíble y alternativo a lo que dictan las finanzas -las que suministran jubilaciones astronómicas a sus altos cargos- depende de las clases dominantes, incluidas las medias. Por eso no es nada casual que se haya puesto de moda una considerable preocupación por las tribulaciones de lo que solía llamarse «sufridas clases medias». Hay toda una creciente literatura que expresa gran preocupación por su mal estado y su malestar. Sobre todo desde el momento en que la enormidad del desempleo las ha alcanzado y mordisquea su capacidad adquisitiva, es decir, su bienestar y sus aspiraciones de ascensión social. Estas no son pocas: son esas clases medias las que nutren nuestro estamento político y profesional. El mismo que no osa socavar el orden económico del que gozamos todos, usted y yo, con tanta alegría. (Por favor, no me haga caso si está usted en el paro, amigo lector).

Presidente del Institut d'Estudis Catalans.