Los problemas de España

Diabólica trinidad

La corrupción, el paro y la pobreza son las tres lacras del país, ante las que el Gobierno se muestra incapaz

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SALVADOR GINER

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Tres plagas nos acechan: corrupción, paro y pobreza. A ellas se suma una cuarta: un Gobierno congénitamente incapaz de habérselas con ellas. Un Gobierno cuya más íntima naturaleza excluye toda posibilidad de entender cabalmente lo que estos males entrañan. Respecto de la pobreza, el Gobierno se apoya en trasnochadas nociones acerca de la beneficiencia pública y el auxilio caritativo a los necesitados. No le interesan, de veras, los logros del moderno Estado del bienestar. El conservadurismo español ha sido totalmente ajeno a él, con la ligera y surrealista excepción de la dictadura franquista, que, aterrorizada por la experiencia republicana, echó mano de lo que llamaba la «política social del régimen». Con ella montó su peculiar servicio sanitario y de Seguridad Social.

El Gobierno del Partido Popular es más ciego todavía ante el inmenso paro que atenaza a España. Ese partido se ha envalentonado con el dogma de que la prosperidad capitalista permitiría tales niveles de ganancia que, con un sistema adecuado de impuestos -que no ahogase, eso sí, a los ricos- podrían redistribuirse algunos beneficios entre el pueblo. Así, tras apaciguar su conciencia conservadora, se tranquilizaría a las masas. Con ello se excluiría cualquier insolente exigencia de redistribución de recursos entre la gente. Merced a esta política desdichada, encarnada en la reforma laboral promulgada hace hoy exactamente un año, la precariedad laboral sigue desatada y el paro se ha hecho escandalosamente incontenible.

La fe en este dogma se estrella contra una realidad en la que la prosperidad no llega nunca. Se va prolongando hasta extremos que son exasperantes incluso para sus fieles. No había prueba alguna de que la recesión económica iba a ser corta, pero ello no era óbice para creer en tal presunta verdad. ¿Desde cuándo han necesitado los hombres pruebas empíricas para dejar de creer en patrañas? Seamos comprensivos: hasta algunos teóricos importantes de la socialdemocracia europea llegaron a creer en los decenios posteriores a la segunda guerra mundial que podrían ponerse en práctica grandes reformas sin destruir el orden capitalista. (Esa fue la doctrina oficial del Partido Laborista británico, sin ir más lejos.) Solo bastaba explotar equitativa y sabiamente sus periodos de expansión y prosperidad. Pero las cosas no han ido por ese derrotero: el mal reparto de la riqueza en España se sigue agravando. Los ajustes que imponen los gobernantes los están pagando los hogares con menos recursos. Los datos más elementales lo confirman.

La tercera plaga, la de la corrupción, es más compleja. A medida que se desvelan uno tras otro los casos de corrupción política, mayor es la indignación ciudadana contra un partido, el del Gobierno, muchos de cuyos militantes aparecen vinculados a ella.

La opinión pública, apoyada en unos magistrados y fiscales que demuestran su independencia democrática y constitucional día tras día, su inmunidad ante la corrupción, señala a mandatarios del Partido Popular como principales responsables de tanta miseria moral. Pero también es necesario que reconozcamos que la corrupción no ha sido, ni es, monopolio suyo. Recordemos cómo acabaron con tantas ilusiones y esperanzas socialistas algunos gobiernos del PSOE. Cabe suponer que las justas protestas de sus representantes de hoy son tan educadas, entre otras razones, a causa de esos amargos y demasiado recientes recuerdos.

Pero, como suele decirse, esto no puede seguir así. Dilema: o «la cosa no tiene remedio», o «sí tiene». Lo tiene, sobre todo si constatamos que el problema es más de corrupción política difusa o transversal y no de una mafia gansteril como la que sufre la Italia meridional. Una manera de empezar a luchar contra ella consiste en poner en marcha la llamada ley de transparencia. No será una panacea, pero no hay manera de avanzar en la lucha contra la corrupción si no se establecen, por ley, las reglas del juego.

Recordemos el principio de toda filosofía realmente republicana -la única rigurosamente afín a la justicia democrática y a la social- que reza: los hombres no son necesariamente corruptos, pero muy frecuentemente son corruptibles. Esto se aplica especialmente a quienes tienen inmunidades parlamentarias o posiciones de poder que les permiten prebendas y favores de tesorería.

Quienes roban al erario público nos roban a todos nosotros, pero en especial a las gentes víctimas de la tercera plaga, la que forma la diabólica trinidad que hoy nos acogota: a los pobres y los parados. Presidente del Institut d'Estudis Catalans.