La polémica sobre el estatus de los funcionarios

Otra función pública es posible

En la Administración, necesitamos más cerebro que músculo, pero ahora la situación es la inversa

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FRANCISCO LONGO

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Buen revuelo han armado las declaraciones delconsellerdel Gobierno catalánAndreu Mas Co-

lelly las del presidente de la CEOE,Juan Rosell,sobre los funcionarios. Suaves las primeras, en el fondo y en la forma, más contundentes las segundas, ambas vuelven a cuestionar la productividad de un sector del empleo (12,5% del PIB español) crucial para la competitividad del país. ¿Con razón? Antes de contestar, introduzcamos un matiz. Entre los empleados públicos españoles abundan los profesionales competentes y guiados por un espíritu de servicio público. No es eso lo que está en discusión. No se trata de analizar comportamientos individuales ni de establecer comparaciones entre esas conductas y las que cabría encontrar en otros sectores. Lo que importa es saber si el funcionamiento del conjunto del sistema -eso que llamamos genéricamente función pública- responde a las exigencias de una sociedad como la nuestra.

Formulada la cuestión en estos términos, hay que responder con claridad que no es así. El empleo público español adolece de serios problemas de rigidez, de alejamiento del mercado y de los referentes internacionales comparados, de deterioro de la productividad. Muestra patentes desequilibrios en la composición de sus plantillas, en sus mecanismos de compensación y reconocimiento, en sus sistemas de relaciones laborales. Sufre de una incapacidad endémica para diferenciar niveles de rendimiento y para premiar o sancionar en función de ellos. Abandonada desde hace décadas a sus propias inercias, nuestra función pública exhibe, en definitiva, un alarmante déficit de gestión. Y el problema es que se trata de un componente esencial de la gobernanza en una democracia. Por eso, lo inteligente es reinventarla. Afrontar con la radicalidad necesaria reformas que persigan, entre otros, los objetivos siguientes:

1.Adaptarla a una gran diversidad de entornos. Las reglas de la burocracia weberiana no sirven para aplicarlas a la salud, la educación, la promoción económica o la producción científica.

2.Mejorar la dotación de talento. En la Administración, necesitamos concentrar más cerebro que músculo y la composición actual es la inversa. Una gran parte del trabajo de ejecución podría y debería ser trasladado al mercado.

3.Introducir flexibilidad. No tiene sentido que la misma estructura -cuantitativa y cualitativa- que servía supuestamente hace cinco años para gestionar políticas activas de empleo con cifras próximas a la plena ocupación, deba servir ahora con un paro superior al 20%.

4.Aproximarla a la sociedad, ajustando las plantillas, los salarios y la jornada de trabajo según pautas homologables con el resto de la actividad productiva. La tímida propuesta deMas Colellde aumentar los horarios se queda, en este sentido, cortísima si comparamos la jornada media con la del sector privado o con el resto de administraciones europeas.

5. Introducir incentivos al rendimiento, vinculando premios y sanciones -incluida la desvinculación- al desempeño y a los resultados obtenidos.

6.Descentralizar la gestión, dotando a las organizaciones y centros públicos de capacidades propias para gestionar su capital humano, lo que exige el fortalecimiento y profesionalización de sus direcciones.

Las declaraciones que comentamos han suscitado en los últimos días un torbellino de críticas. Una parte de estas han coincidido, como viene siendo habitual, en atribuir a sus autores maléficos propósitos de desmantelamiento de lo público.

Este tipo de respuesta defensiva es un grave error, desde el ángulo de quienes -como es mi caso- defienden un Estado fuerte y activo y atribuyen a los servidores públicos un papel central. No es este un buen momento para el repliegue tribal o la defensa corporativa. Por el contrario, la función pública está necesitada de liderazgos internos que enarbolen desde dentro la bandera de la reinvención.

Creo que muchos funcionarios se sentirían razonablemente cómodos y seguros en un marco de empleo estable, pero menos protegido, más flexible, más estimulador de talento, de innovación, de esfuerzo. Con evaluación del trabajo y rendición de cuentas. Capaz de diferenciar la contribución de unos y otros, de reconocer los logros y de corregir -y expulsar, si es necesario- a los incumplidores. Menos uniforme y mejor adaptado a las diferencias de profesión y entorno. Menos privilegiado y más comprensible y próximo para el resto de sus conciudadanos.

Este es el camino deseable. Elegir, en los tiempos que corren, la mera conservación de lo existente nos conduce al recorte sin reforma, al descrédito progresivo de lo público, a una Administración residual y a una función pública convertida en refugio para quienes optan por defenderse del futuro en vez de liderarlo.

Director del Instituto de Gobernanza

y Dirección Pública de Esade.