La rueda
Atlas de geografía humana
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA Merino
La piel tiene memoria. Los recuerdos de lo vivido escriben su peculiar caligrafía sobre el cuerpo. Nada más nacer, cuando la comadrona nos agarra por los pies, obtenemos la primera sutura: el ombligo; un corte limpio al cordón umbilical que nos unía a la inocencia y, hala, majos, aprended a vivir. Durante la infancia se superponen en la carne cicatrices más o menos simpáticas: el topetazo con la bicicleta, el labio partido tras la caída de un columpio, la niña con trenzas que metió la pierna en una alcantarilla y se la desolló. Más tarde aparecen los costurones de la madurez: cesáreas, estrías, la operación de apendicitis (hasta hace poco las apendicectomías dejaban en la tripa unos chirlos exagerados, de navajazo esquinero). La cartografía epitelial tiende a complicarse con el tiempo, y quizá por ello sea mejor dejar aquí la exploración, que hoy es viernes. Después de todo, las escaras físicas acaban por desdibujarse, y dicen que ahora el láser ayuda a disimularlas. Hace ya algunos años, en una diminuta isla del Caribe, un negro me contó que allí se curaban las cicatrices con conchas de molusco molidas y mezcladas con agua y jugo de limón. Aquel buscavidas se llamaba Clímaco y era alto como una palmera.
En realidad, una servidora de lo que pretendía hablar era de las otras heridas, las invisibles, las del bolero Se te olvida («…pues llevamos en el alma cicatrices imposibles de borrar»). Las casas en las que hemos vivido y debemos abandonar, las ciudades que nos acogieron y fueron nuestras, pequeños fracasos, los sueños hechos añicos, lo que pudo haber sido, los amigos que se quedaron atrás, la sangre enterrada, alguna traición, tantos malentendidos, las palabras que no dijimos a tiempo. ¿Dónde se esconden todas esas sajaduras que no dejan huella?
En verdad, las cicatrices que no se ven son las que nos amasan como los seres que somos. La escritora Jane Bowles, sepultada en Málaga, en el antiguo cementerio de San Miguel, sabía dónde se ocultan: «Carga, como un diamante clavado en el pecho, con tu primer sufrimiento, porque de él procede toda tu ternura».
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