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Aquilino Sosperda: «Ya nadie arregla nada, mucho menos los relojes»

Relojero. No se le caen los anillos por cambiar la pila del reloj, pero su mayor goce se produce cuando debe repararlos.

«Ya nadie arregla nada, mucho menos los relojes»_MEDIA_3

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EMILIO Pérez de Rozas

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Todo le parece ajeno. Está metido en su mundo desde hace más de 50 años. Aquilino Sosperda (Mérida, 1938) es él y sus máquinas del tiempo. Y más desde que, por culpa de la diabetes, le amputaron la pierna derecha. En silla de ruedas, en muletas, como sea, Aquilino no falla, ni en pleno agosto, en su cita con la lupa. Padre de siete hijos, Aquilino les enseñó a todos el oficio de relojero. Dos le han seguido. José Miguel y Francisco trabajan para la fábrica Viceroy. Y él, feliz y orgulloso.

–Para que se haga cargo del tipo de entrevista: ¿es cierto que su maestro acabó siendo empleado suyo?

–Más o menos. Yo empecé, casi de niño, en una relojería de Montijo y; poco antes de irme a la mili, monté una relojería y mi jefe, que me había enseñado el oficio, se vino a trabajar conmigo, lo que me enorgulleció.

–¿Qué le impulsó a aprender un oficio tan curioso, tan artesanal?

–En principio, la curiosidad, el hecho de que en mi pueblo hubiese un relojero. No más. Luego, sí, luego ya quise ser mejor, aprender y hasta adquirir un reconocimiento en forma de titulación. Y, en el 65, me fui a Alemania, donde estuve varios años en una escuela, conseguí un título y trabajé muchísimo, tanto que me tenía que llevar los relojes a casa para no retrasar la entrega a los clientes.

–Qué tiempos aquellos, ¿no? Los tiempos de los relojes mecánicos.

–Los tiempos de los relojes imprecisos, manuales, mecánicos, sí. Siempre había algo que ajustar, que arreglar. Por ejemplo, los cristales. Claro, eran cristales, no como ahora, que son vidrios que no se rompen ni a tiros. Se retrasaban. Y mucho. Se ensuciaban y había que limpiarlos. Se les rompía el eje del volante, el muelle real, que era la cuerda, las coronas. Y había que reponer las piezas, pedirlas al almacén especializado. Era todo muy artesanal y hermoso.

–Insisto, nada que ver con lo de ahora. Ahora ya nadie arregla relojes.

–Me temo que ahora ya nadie arregla nada. La sociedad de consumo nos ha llevado a esto. Se rompe o estropea algo, lo tiramos y compramos otro. Lo hacemos con todo. Y mucho más con los relojes, sí. La verdad es que, a veces, cuesta más la reparación, las piezas, la mano de obra, que un reloj nuevo. Yo lo entiendo. Ahora hay relojes de todos los precios. Es un complemento que se ha puesto muy de moda, tiene un punto de modernidad, de ostentación, de capricho, de lujo, llama la atención.

–Así que se pasa el día cambiando pilas de los relojes chinos.

–Chinos, japoneses, coreanos, suizos... Todo el mundo hace relojes. ¿Cómo es aquella frase, hasta el más tonto hace relojes? Pues no sé si el más tonto, pero no hay país que no tenga su reloj. De pilas, claro.

–¿Y no le da pena ponerse la lupa, apoyar sus codos en esta desgastada mesa por solo unas pilas?

–Es mi trabajo. Tengo suerte de que ya quedan pocos relojeros en la ciudad y sigue funcionando el boca a boca, de forma y manera que las relojerías me traen, de vez en cuando, algunos relojes para reparar.

–¿Qué tipo de relojes repara?

–Relojes de toda la vida, relojes que ama la gente, relojes heredados, de los que los hijos no quieren desprenderse. Me duele, pero muy a menudo he de decirles que no puedo arreglarlos porque esto no es un coche que, aunque no haya piezas, usted puede adaptar alguna de las nuevas al motor. Aquí, como es todo tan preciso, o hay esa corona, ese muelle, o no puedes arreglar el reloj.

–Le han debido de traer relojes valiosísimos, ¿qué hace con ellos?

–De vez en cuando, aparecen por aquí o las relojerías me traen relojes de gente rica, árabes o algo así, plagados de brillantes. Pero no en la corona, no, no; dentro, dentro, en la misma esfera, que digo: «¿Pero qué hacen esos brillantes ahí? Es decir, que les sobran. No hay nada más artificial que brillantes en un reloj. Esos relojes los arreglo al instante porque ¿dónde los guardo? Quita, quita, los arreglo y los devuelvo de inmediato, me da miedo guardarlos aquí, incluso en mi caja fuerte. Miedo, sí. Yo lo siento, pero no hay reloj más bonito que el tradicional, el clásico. Todo lo demás me sobra. Fino, bonito y que dé la hora puntualmente. No más.

–Usted lleva 50 años con la lupa pinchada en sus gafas y reparando relojes con manos de cirujano. Es admirable cómo resiste su pulso y cómo mantiene la vista sana.

–Mi vista es idéntica a la de hace 40 años. No he perdido nada. Es curioso. No había reparado en eso y eso que trabajo muchísimo más con el ojo derecho, el de la lupa, que con el izquierdo. ¿Lo del pulso?, bueno, lo del pulso creo que está al alcance de todo el mundo. Es cuestión de estar sano. Tengo unas buenas manazas, sí, pero, afortunadamente, puedo seguir trabajando con la precisión que requiere este oficio, que, desgraciadamente, languidece.