Pequeño observatorio
Correcta convivencia en el taxi
Josep Maria Espinàs
Periodista y escritor
JOSEP MARIA Espinàs
Cogí un taxi el otro día, y el taxista estaba oyendo una emisora de radio. El hecho es habitual y, en principio, no tiene importancia. Me parece bien que los taxistas quieran estar informados. Pero, a veces, tienen conectada alguna emisora que practica la exaltación verbal, normalmente proyectada contra un partido político y sus líderes.
La situación del cliente a menudo es incómoda, especialmente si no comparte las ideas que difunde la emisora. Está condenado a oírlas, porque el espacio del taxi es pequeño. Es imposible aislarse de aquel bombardeo de opiniones, que pueden llegar a ser insultantes. Con tal de no ponerse más nervioso, el pasajero podría decir: «Perdone, me bajaré aquí». Pero en principio cogemos un taxi para llegar pronto a algún lugar, y no es natural encontrarse de nuevo en la acera, de pie, esperando a que pase otro taxi que esté libre, con la confianza de que haya más suerte radiofónica.
La situación todavía es más incómoda cuando el taxista quiere comentar con el pasajero las afirmaciones que hace el locutor y busca su complicidad. Hace años, leí que en una ciudad inglesa el ayuntamiento decidió que los taxistas no podrían mantener con los clientes ninguna conversación sobre política, sexo y religión. Si infringían esta norma, el cliente podría denunciar al taxista. Me parece que son ganas de dictar normas inútiles. ¿Cuándo habría que hacer la denuncia, y cómo podría comprobarse que la ordenanza se había infringido?
Creo que son ganas de reglamentar. La eficacia de la ley prohibitiva es muy dudosa. Por otro lado, si la intención es evitar tensiones entre taxista y cliente, también habría que advertir de que los taxistas no hablen de fútbol y, puestos a ser exigentes, ni del tiempo.
Entonces, ¿se trata acaso de llegar al mutismo? Yo soy partidario de lo contrario: de hablar. Eso sí, en una dosis pequeña y civilizada. Tengo que decir que, a lo largo de mi vida como pasajero, he encontrado a bastantes taxistas que practican esa discreción, y el trayecto resulta entonces agradable.
Pero a veces todavía encuentro alguno que, después de haberle dicho «buenos días», darle la dirección e inmediatamente añadir un «gracias», se mantiene absolutamente inconmovible y callado y no me responde ni «entendido», ni «muy bien», ni tan solo un «vamos allá». Entre los taxistas parlanchines y los mudos, existe un punto de convivencia cívica y profesional.
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