El dalái lama

ARTURO San Agustín

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Lo mejor de Tenzin Gyatso no es su sonrisa sino su mirada. Su sonrisa seduce, su mirada trabaja.

Quizá no sea casual que la visita a Barcelona del dalái lama haya coincidido con la Diada. O sea que, aunque la versión oficial es que ha venido para hablar del arte de la felicidad, tal vez algunos políticos han propiciado su visita para que se pronuncie sobre un tema tan poco espiritual como es la autodeterminación. Para eso le hemos pagado parte del viaje.

Occidente, que ha renunciado a sus valores, los sigue necesitando y por eso se ha inventado un Oriente, que casi nunca coincide con el auténtico. En Occidente, el budismo y sus reencarnaciones fue una cosa que comenzó a popularizar un novelista inglés, James Hilton. Fue él quien, asustado por los muertos de la primera guerra mundial, nos regaló Shangri-La, es decir, el paraíso perdido, el reino oculto. Hilton transformó, pues, Shambhala en Shangri-La y algunos de nosotros nos lo creímos.

Pero antes que el inglés, antes de mitificar el Tibet, el jesuita portugués António de Andrade fue el primer occidental que conoció la realidad tibetana, su feroz teocracia, valga la redundancia. Allí comprobó que los monjes budistas no solo recitaban mantras con los campesinos.

Nadie que se haya interesado un poco por el budismo, esa religión científica que solo busca solucionar los problemas humanos, debería preguntar al dalái lama por cosas como la identidad. Corre el peligro de que le responda que la identidad no existe, que es solo una proyección de nuestro propio ego. No autoexistimos, dice Yeshe, nacido en Lhasa y muerto en 1984 en Los Ángeles, donde quizá le explicó al actor Richard Gere qué era el budismo. Para intentar demostrar que nada es autoexistente, que todo es interdependiente, el lama Yeshe, en unas conferencias que dictó en Ginebra, hablaba del sonido que producimos cuando aplaudimos. Ese sonido, claro, depende del movimiento de las manos.

El dalái lama conoce la enfermedad de Occidente y la aprovecha. Mientras tanto, el púlpito cristiano está vacío de inteligencia. Como la silla de Homero.