Bolaño en el Lliure

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Hay artículos que hay que escribir desde la inmediatez. Es casi una obligación no dejar pasar mucho tiempo para que no se te escape nada o, al menos, lo más importante. Esta madrugada, por ejemplo, poco después de haber visto en el Lliure las más de cinco horas de la adaptación para el teatro de 2666, el novelón de Bolaño. Qué quieren que les diga. Mientras escribo son las cuatro y estoy sin cenar. Bueno, un poco de guacamole y un fragmento de bocadillo, en uno de los entreactos. Llevaba tiempo sin ir a un estreno y encima me monto en el carrusel de esta maratón firmada por Àlex Rigola y Pablo Ley. La propuesta, lo reconozco, parecía suicida. Y, sin embargo, la historia del críptico y escondido Archimboldi, que resulta ser la historia del gigante que va a aparecerse en cualquier momento para devolver al mundo la verdadera acepción de la palabra dignidad, se cuela en la conciencia del espectador como algo parecido a un susurro que discurre en unos instantes. Créanselo.

Son cinco horas que se toman de un bocado, de cinco bocados, para ser exactos, tantos como partes tiene la obra maestra inacabada del chileno que vivía en Blanes. Alguien, a la salida, me habla de 2666 como de un partido de tenis de los de antes, sin tie breack. Cinco sets que son una locura de quien ama el teatro para rendir homenaje a otra locura, la de quien amó la literatura y creyó en ella para algo parecido a una redención. Las palabras de Bolaño fluyen, y los gritos desesperados, y la poesía, y la intriga, y el poder inmenso de la palabra dicha por actores enormes, como Andreu Benito. Escribo aun poseído por el horror. Poseído por la belleza de la verdad.