CINE

'Midsommar': viaje al centro del delirio

La segunda película de Ari Aster explora la destrucción de una pareja a través de los alucinados rituales de una secta nórdica

Midsommar

Midsommar / periodico

Nando Salvà

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Aviso: contemplar esta película puede sumir al espectador en el mismo estado alucinatorio que la variedad de sustancias ingeridas por sus personajes a lo largo del metraje. En ella, el director Ari Aster vuelve a mostrar el interés por las subculturas paganas que ya dejó claro su magnífica ópera prima, Hereditary, y a usar los mecanismos del cine de terror para explorar traumas humanos tan horribles que, en comparación, los momentos de gore resultan casi livianos. Sin embargo, aquí todo eso no sucede en interiores claustrofóbicos y entre sombras nocturnas sino en espacios abiertos y a plena luz. Y, sin oscuridad, no hay vía de escape.

En esencia, Midsommar habla de una mujer azotada por la tragedia y un hombre narcisista que deberían romper su relación pero no lo hacen, y de las consecuencias fatales que acarrean las mentiras que nos contamos a nosotros mismos para no afrontar verdades miserables –no la veas a menos que tengas una fe inquebrantable en la salud de tu relación de pareja–.

Transcurre mayormente en una aldea en el norte de Suecia donde el sol nunca se pone por completo, y en la que las mismas costumbres siguen vigentes desde hace siglos; entre ellas, un festival que tiene lugar cada 90 años y al que Dani (Florence Pugh), Christian (Jack Reynor) y compañía han decidido experimentar de primera mano. A primera vista el lugar no tiene nada amenazante; tampoco sus residentes, una comunidad de hippies ataviados con ropa blanca y guirnaldas y permanentemente sonrientes. Con actitud amigable, ya se sabe, es más fácil arrastrar al cordero sacrificado.

De testigos a participantes

De forma gradual, los turistas dejan de ser meros testigos de la celebración para convertirse en participantes, pero no son inmediatamente conscientes de ello; y, cuando se dan cuenta, la fascinación les impide reaccionar. En todo momento sabemos qué va a suceder, y que es inevitable que suceda, y eso hace que nos sintamos como en el interior de un coche que se despeña colina abajo. 

A ello contribuye la habilidad de Aster para arrojarnos al epicentro de una forma de realidad enteramente nueva, ya sea haciendo durar un plano lo suficiente para causarnos pinchazos de malestar o desorientándonos con un repentino movimiento de cámara o golpeándonos con un oportuno derramamiento de sangre. 

Y, una vez nos tiene dentro de ella, la va volviendo más y más bizarra hasta convertirla en algo parecido a una pesadilla lúcida, tan avasalladora para los sentidos que la única respuesta posible es dejarse llevar por ella.

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