Conde del asalto

Pesadilla en el parque de atracciones

Quizás la nueva y paranoica normalidad es no confiarse ni un pelo

av mistral

av mistral / Joan Puig

Miqui Otero

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El otro día por fin logré sentirme como el personaje de una de mis novelas favoritas. En concreto, como el de 'Brighton Rock', de Graham Greene, del que en las primeras páginas se dice: "Hale no llevaba ni tres horas en Brighton cuando se dio cuenta de que querían matarlo”.

Como saben, el muelle de Brighton era el lugar del ocio popular y las atracciones oxidadas: puestos de tiro, norias, máquinas de azar. Y un poco así me sentía el otro día cuando paseaba por la fiesta de mi barrio, Sant Antoni. A mí no me perseguía ningún matón inglés, pero no podía pensar en ese agente molesto y de misterioso nombre llamado Ómicron

Nada más llegar al barrio, los gigantes de cartón-piedra realizaban su baile. Él, con su gorra de 'Peaky Blinders' (o de votante memo de Vox) y su farolillo; ella con su pañuelo anudado a la cabeza y su cerdito (la mascota del barrio) en el regazo. Seguí su baile habitual, delante de Els 3 Tombs, con ánimo censor. Roneaban y se miraban con pasión al ritmo de la tamborada. No llevaban mascarilla, así que me alivió ver que tomaban la calle Urgell sin consumar su deseo. 

Luego vimos un espectáculo de titelles: los dicharacheros personajes de la obra, sobre una sirena hidráulica, mantuvieron también la distancia, que solo rompían para darse breves collejas.

Pero la sensación 'Brighton Rock' llegó, claro, en las atracciones de la Avinguda Mistral. Hay algo popular, precioso y precario, brillante pero a punto de romperse, en las máquinas de feria. En esa misma feria, un buen amigo, hoy periodista económico de relumbrón en un diario en catalán y solicitado analista del alma del Barça, un día casi echa a perder su soberbia cabeza (tan brillante y bien amueblada) en una atracción llamada (y creo que con el nombre lo digo todo) “La olla cachonda”. No olvidaré jamás el sonido del impacto, entre trueno y cascanueces.

La amenaza

Esa atracción desapareció del mapa al año siguiente, por lo que no debo preocuparme, gracias a él, por mis hijos. Había esta vez autos de choque, castillos inflables, piscinas de bolas y circuitos de autos recién decorados con esprai con los motivos de los dibujos animados del momento (el de La Patrulla, muy solicitado, dotado de campanitas). También ríos artificiales donde podías ganar una metralleta de plástico si lograbas pescar con un gancho cinco patitos amarillos (en mi caso, con mi tembloroso pulso de médico con prisa que redacta la receta y en sus ratos libres toca la pandereta en una banda folclórica). 

Pero entonces percibí, como en la novela de Greene, la amenaza. En el puesto de tiro con escopetas, un papelito con la leyenda: “Cada palillo roto vale 50 puntos”. Y luego un esquema: Así no vale (un paelillo casi intacto). Y así vale (un palillo roto por la mitad enganchado con celo). Miré a todas esas personas empuñando escopetas y con la mascarilla puesta sobre la culata. Y no pude evitar pensar en las instrucciones de los antígenos y los PCR. El palito. Así vale. Así no vale. Quizás la nueva y paranoica normalidad es ver a ese tal Ómicron en todos los detalles y no confiarse ni un pelo, incluso aunque estés en un parque de atracciones.

Para quien prefiera un plan casero, por cierto, la editorial Libros del Asteroide reedita ahora, con su mimo habitual, 'Brighton Rock', de Graham Greene. Desde luego la recomiendo, para leer en casa o en un banco al aire libre con la mascarilla bajo la nariz.

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