Conde del asalto

Otra patinada de la ciudad

Cierra el Skating Club de Roger de Flor, la última pista de la ciudad que abría a diario. Llevaba acogiendo tirabuzones y costalazos desde 1974

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Miqui Otero

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A veces sospecho que los meses con más restricciones de la pandemia fueron una especie de ensayo de mal gusto para que descubriéramos cómo será Barcelona dentro de unos años. Esto es, una ciudad donde lo único que podremos hacer será bajar la basura e ir al supermercado.

Esta no es una conclusión después de entregarme al reporterismo aguerrido, sino algo que puedo asegurar desde el balcón de mis casas. Hace relativamente poco, el cine Urgell, cuyo tejado a tres aguas podía ver desde el piso de mis padres, cerró para que abriera sus puertas un Bonpreu. Dejaron en la entrada tres o cuatro butacas, algo que algunos ven como muestra de respeto y que yo asocio más a las cabezas de enemigos en picas a las puertas de los poblados. 

Y hace escasos días, se supo que la pista de hielo de la calle de Roger de Flor, que veo desde el piso en el que ahora vivo, no volverá a abrir, para ceder gentilmente su lugar a un Carrefour. Supongo que en la entrada dejarán alguno de esos pingüinos de madera con los que los más pequeños aprendían a patinar. 

Un templo fluorescente de lo retro

Que cerrara una sala portentosa como la del Urgell era solo una entrega más de la paulatina desaparición de muchos otros cines. Que lo haga el Skating Club de Roger de Flor, que llevaba acogiendo tirabuzones y costalazos desde 1974, es más especial, por la sencilla razón de que era la última pista de la ciudad que abría a diario. 

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El Skating Club de Roger de Flor era un templo fluorescente de lo retro. Había conservado intacta su decoración setentera. Entrar allí no solo era viajar a otra época (con sus banderas de todos los países, su música taquicárdica, su revuelo de calentadores, su cacaolat servido con pajita) sino también a otra punta del mundo (era mágico entrar en julio y de repente tener frío). 

Al margen de todo eso es el primer lugar donde mi hijo rió a carcajadas. Desde que cumplió un año, me iba con él los domingos por la tarde. Ni él ni yo patinamos, claro, pero nos gustaba especialmente el bar del primer piso. Desde sus lunas, desde toda esa pared acristalada, uno podía pasar el rato viendo los apuros y triunfos de los patinadores. Y mi hijo se desternillaba con su sonrisa de tres dientes cuando veía los piños con patines de los clientes. 

Refugio del diferente

El lugar me gustaba, además, por lo que tenía de refugio del diferente. Los chavales que allí se congregaban eran los mismos que me encontraba yo cuando iba a la bolera en mi época adolescente. Señalados por el acné, rápidos e ingeniosos en su mundo de cartas y matemáticas, jugadores de rol y amantes del anime. Allí, los menos populares se reconocían, trazaban parejas improbables pero convenientes, se daban primeros besos y primeras despedidas, miraban con nostalgia del futuro a las chicas que entrenaban para competiciones de patinaje artístico. Era un mundo de Cacaolat, Clearasil y chicle de fresa ácida después del trago a la cerveza pionera. También de primeras veces.

Explica Cicerón, en un textito sobre la búsqueda de la felicidad, que el todopoderoso Jerjes, riquísimo en oro y seguidores, ofreció una recompensa a quien le descubriera un nuevo placer. Yo me conformaría con que la ciudad pudiera mantener alguno de sus viejos hobbies. Con cada vez menos cines, sin pistas de patinaje, con plazas duras y pocas zonas verdes, esta ciudad se parece cada vez más a un centro comercial. Ya lo decía la publicidad institucional: 'la millor botiga del món'.

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