Adelanto editorial

Así empieza 'Un animal salvaje', la nueva novela de Joël Dicker

Lee el primer capítulo de 'Un animal salvaje' (Alfaguara), que llega a las librerías el próximo 4 de abril

El escritor suizo Joël Dicker.

El escritor suizo Joël Dicker. / Anoush Abrar

Joël Dicker

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9.30 h.

Los dos atracadores acababan de entrar simultáneamente en la joyería por dos accesos distintos.

El primero, por la entrada principal, como un cliente cualquiera. El atuendo elegante había dado el pego al guardia de seguridad: la gorra y las gafas de sol venían muy a cuento en aquel mes de julio.

El otro, con pasamontañas, se había colado por la entrada de servicio tras obligar a una empleada a abrirle la puerta amenazándola con una escopeta recortada.

No habían dejado nada al azar: habían conseguido los planos de la tienda y los horarios del personal.

Una vez dentro, el Pasamontañas había atado a la empleada en la trastienda y se había reunido enseguida con su cómplice. Nada más verlo, la Gorra había empuñado la pistola que llevaba metida en el cinturón y había empezado a gritar: «¡Esto es un atraco, que nadie se mueva!». Luego se sacó un cronómetro del bolsillo y lo puso en marcha.

Disponían exactamente de siete minutos.

DOMINGO 12 DE JUNIO DE 2022

LUNES 13 DE JUNIO

MARTES 14 DE JUNIO

MIÉRCOLES 15 DE JUNIO

JUEVES 16 DE JUNIO

VIERNES 17 DE JUNIO

SÁBADO 18 DE JUNIO

(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

DOMINGO 19 DE JUNIO

(FIN DE SEMANA EN SAINT-TROPEZ)

LUNES 20 DE JUNIO (CUMPLEAÑOS DE SOPHIE)

Era una casa moderna. Grande, de forma cúbica, toda de cristal, que se alzaba en medio de un jardín impecable, con piscina y un amplio porche. La parcela estaba rodeada de bosque. Aquel lugar era un oasis, un pequeño paraíso secreto resguardado de las miradas al que se entraba por un camino particular. Al igual que la casa, los que vivían en ella también resultaban ser de ensueño: Arpad y Sophie Braun eran la pareja ideal y dichosos padres de dos hijos maravillosos.

Aquella mañana, Sophie abrió los ojos a las seis en punto. Llevaba algún tiempo despertándose sistemáticamente a la misma hora. A su lado, Arpad, su marido, dormía a pierna suelta. Era domingo, le habría gustado dormir un rato más. Se revolvió en la cama, en vano. Al final, se levantó sin hacer ruido, se puso una bata y bajó a la cocina para prepararse un café. Una semana después cumpliría los cuarenta y nunca había estado tan guapa.

Desde la linde del bosque se veía perfectamente el interior del cubo de cristal. Acuclillado detrás de un tronco, un hombre vestido con ropa de deporte oscura que lo hacía invisible permanecía con los ojos clavados en Sophie, que se encontraba en la cocina.

Sophie, con el café en la mano, observaba la orilla del bosque que delimitaba su jardín. Era su ritual matutino. Abarcaba con la mirada su diminuto reino.

A unos kilómetros de allí, en pleno centro de Ginebra, un Peugeot gris con matrícula francesa circulaba por una avenida desierta. Con la luz del amanecer no se distinguía bien al conductor a través del parabrisas. El vehículo llamó la atención de una patrulla policial y las luces giratorias azules iluminaron la fachada de los edificios circundantes. Los policías procedieron al control del Peugeot y su conductor: todo estaba en regla. Uno de ellos le preguntó al conductor para qué había ido a Ginebra. «Visita familiar», contestó él. Los policías se marcharon satisfechos. El conductor se congratuló por aquel coche de ocasión que había comprado a muy buen precio y, sobre todo, de forma cien por cien legal. Era el mejor modo de pasar inadvertido.

Sophie, en la ventana, seguía observando el jardín. A veces sorprendía a algún zorro que vagabundeaba por el césped. Incluso había llegado a ver un corzo. Le encantaba esa casa que su marido y ella habían adquirido un año antes. Hasta entonces habían vivido en un piso en pleno corazón de Ginebra, en el barrio de Champel. Hacía tiempo que les rondaba por la cabeza la idea de una casa, con jardín para los niños. La subida del precio de la vivienda los había decidido a vender el piso con una buena plusvalía y ponerse a buscar una. Cuando visitaron aquel chalet de autor situado en la encopetada comuna de Cologny, no lo dudaron ni por un segundo. Se despertarían todas las mañanas en ese marco incomparable, sin dejar de estar a cuatro kilómetros del centro de Ginebra, donde ambos trabajaban. Unas pocas paradas de autobús, doce minutos en coche o quince en bicicleta eléctrica para los pijoprogres bastaban para pasar de un universo a otro.

El hombre que se escondía en la maleza observaba ahora a Sophie con un par de prismáticos militares pequeñitos. Escrutaba el cuerpo espigado que la bata corta dejaba al descubierto y se detuvo en la parte superior del muslo, donde tenía tatuada una pantera.

A su espalda, a unas decenas de metros, su perro lo esperaba pacientemente atado a un árbol. El animal, echado en una alfombra de hojas, parecía acostumbrado a esa rutina que llevaba prolongándose varias semanas. Su dueño acudía todas las mañanas. Al amanecer, se instalaba allí y observaba a Sophie a través de las cristaleras. Los Braun dormían con las persianas subidas y lo veía todo: la miraba levantarse, bajar a la cocina para prepararse el café y bebérselo delante de la ventana. Qué deseable era. Lo tenía obnubilado. Obsesionado.

Tras beberse el café, Sophie subió a la planta de arriba y entró en el dormitorio principal. Se desvistió y se deslizó desnuda en la cama donde su marido aún dormía.

Desde el bosque, el hombre la miraba con deseo. La realidad no tardó en espabilarlo. Tenía que largarse, volver a casa antes de que Karine y los niños se despertasen.

Desató al perro y se marchó igual que había ido: corriendo. Cogió la senda forestal, alcanzó la carretera principal y enseguida llegó al pueblo de Cologny. Se dirigió hacia un grupito de adosados: un conjunto de viviendas idénticas, una promoción barata para familias de clase media que había dado mucho que hablar en aquella comuna tan fina acostumbrada a los chalets de lujo.

Según entró por la puerta de casa, oyó que su mujer lo llamaba.