Crítica de 'El rapto': en el nombre del Papa

Marco Bellocchio, uno de los cineastas más veteranos –84 años– en activo, reconstruye en ‘El rapto’ un caso acontecido en la Bolonia de 1858, cuando la ciudad pertenecía a los Estados Pontificios. El penúltimo de los nueve hijos de un matrimonio judío ha sido bautizado sin que sus padres lo supieran, y el Santo Oficio lo reclama. “Ahora eres cristiano para la eternidad”, le dice el sacerdote. La iglesia católica utilizaba cualquier resquicio, por pequeño que fuera, para combatir a sus ‘enemigos’ y convertir al catolicismo a niños de otras creencias religiosas.

En una dura secuencia inicial, los inquisidores se presentan en la casa de la familia y se llevan al pequeño con total impunidad. Y con la misma impunidad, filmada por Bellocchio con la mentalidad y finura de un entomólogo, empieza el proceso para borrarle sus orígenes y creencias familiares y convertirlo en un sacerdote más, todo un lavado de cerebro. Pero para el director, todas las religiones manipulan, es lo mismo una iglesia católica que una sinagoga, así que este no es un filme maniqueo de buenos y malos. Bellocchio se permite algunas licencias: cuando se llevan al niño en barca, de noche y con bruma, parece que esté atravesando una premonitoria laguna Estigia, y, en sus pesadillas, el papa Pío IX imagina que unos rabinos entran en su dormitorio para circuncidarlo. Todo es muy efectivo, el realismo y el sueño turbador.